La luz del amanecer se filtraba con timidez por las cortinas cuando el doctor Castro Moreno abrió la puerta del dormitorio. El espectáculo que encontró superó sus expectativas: Maite, todavía atada al cabecero, su cuerpo brillante de sudor secándose en capas sobre la piel, el vibrador clitorial aún zumbando débilmente contra su sexo enrojecido. Sus ojos vidriosos, rodeados de sombras, se alzaron hacia él con una mezcla de agotamiento y sumisión que le hizo sonreír.
—Buenos días, princesa —saludó, acercándose y pasando una mano por el muslo interno de Maite, sintiendo el temblor residual que recorría sus músculos—. Veo que transpiraste copiosamente. Eso es excelente para tu tratamiento.
Maite intentó hablar, pero solo salió un quejido ronco de su garganta. Su voz se había ido entre los gemidos de la noche. El doctor desató primero sus muñecas, notando con satisfacción las marcas rojas que las vendas habían dejado en su piel delicada.
—¿Tienes fuerza para levantarte? —preguntó, fingiendo preocupación médica mientras sus dedos exploraban la hinchazón de sus labios menores.
Maite negó con la cabeza, sus piernas temblando al intentar moverse. El clítoris, rojo e hipersensible, parecía pulsar al aire libre.
—N-no puedo... —susurró, avergonzada de su propia debilidad.
El doctor asintió comprensivo.
—Entonces seré tu enfermero personal —dijo, deslizando un brazo bajo sus rodillas y otro detrás de su espalda para levantarla en peso.
El baño estaba lleno de vapor cuando entraron, la bañera antigua ya preparada con agua tibia y burbujas que olían a lavanda. Maite, todavía aturdida, no reaccionó al principio cuando el doctor comenzó a quitarse la bata.
—¿Q-qué haces? —logró articular cuando vio sus pantalones caer, revelando piernas pálidas y velludas.
—No mojaré mi ropa, Maite —respondió él, como si fuera la explicación más lógica del mundo—. Además, ¿cómo limpiaré bien tus pliegues si estoy vestido?
Su cuerpo era exactamente como ella temía: la barriga redonda colgando sobre un pene flácido pero grueso, los testículos oscuros y arrugados como frutas pasadas colgando pesadamente. Maite apartó la vista, pero no pudo evitar notar el tamaño de sus manos cuando se acercaron para bajarla al agua.
—Relájate —ordenó, sentándose detrás de ella en la bañera para que su espalda descansara contra su pecho velludo—. Solo voy a limpiarte.
El jabón que usó tenía la misma fragancia que su colonia barata. Maite cerró los ojos cuando sus manos comenzaron a recorrerla, primero los brazos, luego los hombros, descendiendo con excruciante lentitud hacia sus pechos.
—Aquí acumulaste mucho sudor —murmuró, enrollando sus pezones entre dedos expertos hasta que Maite gimió a pesar de sí misma.
El agua se enturbió cuando sus manos bajaron más, entre sus piernas, donde la piel aún palpitaba.
—Y aquí... bueno, aquí hiciste un excelente trabajo —susurró, separando sus labios con dos dedos para enjuagar cuidadosamente cada pliegue—. Tan obediente toda la noche...
Maite sintió algo nuevo entonces, algo peor que la vergüenza: orgullo. Había aguantado. Había complacido. Y cuando el doctor la levantó para secarla con una toalla suave, notó con horror que su cuerpo respondía nuevamente a sus caricias.
El consultorio olía a alcohol y a algo más denso, un aroma que Maite ya asociaba con la humillación. Las paredes blancas parecían estrecharse a su alrededor mientras el doctor la guiaba hacia la camilla de examen, su mano grande y cálida en la base de su espalda desnuda. El aire frío del aire acondicionado le erizó la piel, haciendo que sus pezones se endurecieran involuntariamente.
—Acuéstate boca abajo —ordenó el doctor, señalando la camilla cubierta con papel crujiente—. Debemos continuar con la transpiración terapéutica.
Maite tragó saliva, sus piernas aún temblorosas por la noche de vibradores interminables.
—Doctor, por favor... —su voz era un hilo, apenas audible— estoy agotada.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier regaño. Luego, el sonido seco de una nalgada resonó en el consultorio, la mano del doctor estampándose contra su nalga derecha con fuerza calculada.
—¡Ah! —gritó Maite, llevando las manos al lugar del impacto.
—Lo que dice el doctor se debe hacer —afirmó él, su tono calmado contrastando con la violencia del gesto—. Boca abajo. Ahora.
Maite obedeció esta vez, tendiéndose sobre la camilla con movimientos lentos, sintiendo cómo el papel se pegaba a su piel sudorosa. El doctor se colocó a su lado, sus dedos recorriendo la columna vertebral de Maite como si estudiara un mapa anatómico.
—No... no doy más —susurró ella, enterrando el rostro en el hueco de sus brazos cruzados.
El doctor suspiró, como un profesor decepcionado por un alumno rebelde.
—Hay otras formas de hacer transpirar el cuerpo, Maite —murmuró, y su mano descendió entre sus nalgas, un dedo rozando su ano con una intención que no dejaba lugar a dudas.
Maite se tensó como un resorte.
—¡No! ¡Eso no! —protestó, intentando incorporarse.
La segunda nalgada fue más fuerte, dejando una marca roja que brillaba bajo la luz fluorescente.
—¡Aaah! ¡Duele! —gritó, las lágrimas asomando en sus ojos color miel.
El doctor no pareció conmoverse. Al contrario, su respiración se aceleró levemente, como si el dolor de Maite fuera un vino exquisito que saboreaba con deleite.
—El dolor es parte del tratamiento —aseguró, y esta vez su mano se alzó y cayó con ritmo constante, alternando entre una nalga y otra, cada golpe más fuerte que el anterior.
Los gritos de Maite llenaron el consultorio, un coro de protestas y gemidos que se mezclaban en algo ambiguo. Cada nalgada enviaba ondas de dolor que se expandían como círculos en el agua, pero entre esa quemazón, algo más crecía dentro de ella: una humedad traicionera, una excitación que la avergonzaba más que las propias lágrimas.
—¡Basta! ¡Por favor! —suplicó, pero su cuerpo arqueado contaba otra historia, sus caderas levantándose instintivamente después de cada impacto, ofreciéndose casi involuntariamente.
El doctor no se detuvo. Sus manos —grandes, implacables— trabajaron con precisión quirúrgica, convirtiendo las nalgas de Maite en un lienzo rojo y palpitante. Solo cuando los sollozos de la joven se hicieron incontrolables, disminuyó el ritmo.
—¿Entiendes ahora la importancia de la disciplina? —preguntó, acariciando las zonas enrojecidas con una ternura que contrastaba con la violencia reciente.
Maite, con el rostro manchado de lágrimas y saliva, asintió débilmente.
—S-sí, doctor...
—Bien —susurró él, inclinándose para hablarle al oído—. Entonces dime, ¿quieres conocer la otra forma de transpirar?
Maite cerró los ojos, sintiendo cómo su cuerpo, traicionero, respondía antes que su mente.
—Sí... —admitió, avergonzada.
El doctor sonrió, satisfecho, y ayudó a bajar de la camilla.
—Perfecto. Mejor vamos al comedor —dijo, pasando un brazo posesivo alrededor de su cintura—. Allí te explicaré... con más detalle.
La mesa del comedor, de madera maciza y pulida, reflejaba la luz del mediodía que se filtraba por las cortinas de encaje. Maite se encontraba tendida sobre ella, su cuerpo esbelto y joven contrastando brutalmente con la oscuridad de la madera. Sus manos, con los dedos extendidos, se aferraban al borde de la mesa como si fuera su único ancla a la realidad. El doctor Castro Moreno se encontraba detrás de ella, su respiración ya pesada, anticipando lo que estaba por venir.
—No te muevas —ordenó, mientras sus manos gruesas y velludas recorrían las curvas de su espalda, descendiendo lentamente hacia sus nalgas, aún enrojecidas por la disciplina reciente.
Maite sintió el aire frío del comedor rozando su piel desnuda, pero pronto fue reemplazado por el calor del cuerpo del doctor al acercarse. Sus pechos pequeños se aplastaban contra la superficie de la mesa, sus pezones endurecidos por una mezcla de frío y anticipación.
—Doctor, por favor… —suplicó, volviendo la cabeza para mirarlo, sus ojos claros brillando con lágrimas no derramadas.
—Silencio —cortó él, y con un movimiento brusco, le separó las nalgas con ambas manos, exponiendo su ano virgen, rosado y tenso.
El contraste no podía ser más obsceno: el cuerpo joven, casi adolescente de Maite, su piel suave y sin marcas, frente a la figura del doctor, su barriga redonda y peluda colgando sobre su miembro erecto, grueso y amenazante.
—Esto te hará transpirar, Maite —murmuró, frotando la punta de su pene contra su entrada virgen—. El dolor es parte de la cura.
Ella gritó cuando sintió la presión, sus músculos tensándose instintivamente.
—¡No! ¡Espere! ¡Duele! —protestó, arqueando la espalda en un intento inútil de escapar.
El doctor respondió con una nalgada seca, su mano estampándose contra su carne ya sensible.
—¡Ah! —gritó Maite, pero antes de que pudiera decir otra palabra, el doctor empujó hacia adelante.
La penetración fue lenta y brutal. Maite sintió cómo su cuerpo se resistía, cómo cada centímetro del miembro del doctor abría camino a la fuerza. El dolor era agudo, punzante, pero entre las lágrimas que ahora rodaban libremente por su rostro, algo más comenzaba a surgir.
—Respira —ordenó el doctor, sus manos agarrando sus caderas con fuerza, hundiéndose más profundamente dentro de ella—. Relájate, niña.
Maite jadeó, sus uñas arañando la madera de la mesa. El doctor comenzó a moverse, cada embestida una mezcla de agonía y algo más, algo que no quería admitir. Su cuerpo, traicionero, comenzó a adaptarse, a ceder, y aunque el dolor persistía, una sensación de placer perverso se filtraba entre las lágrimas.
El doctor gruñó, disfrutando de la estrechez virgen que ahora lo envolvía.
—Así… así es como se cura una niña desobediente —susurró, acelerando el ritmo, sus testículos pesados golpeando contra sus labios húmedos con cada movimiento.
Maite cerró los ojos, perdida entre el dolor y la humillación, pero su cuerpo, contra toda lógica, comenzó a responder. Un calor extraño se extendió desde su vientre, y cuando el doctor introdujo un dedo en su clítoris, el orgasmo la tomó por sorpresa, violento y vergonzoso.
El doctor no se detuvo. Continuó usándola, su respiración convirtiéndose en gruñidos animalescos, hasta que finalmente, con un último empujón, se derramó dentro de ella, marcándola como suya.
—Muy bien, Maite —dijo, acariciando su espalda sudorosa—. Hoy has progresado mucho.
La Segunda Ronda del Tratamiento
El doctor Castro Moreno permaneció quieto por un momento, observando con satisfacción cómo su semilla goteaba lentamente del ano enrojecido de Maite. Su respiración aún era pesada, pero su miembro, contra toda lógica fisiológica, ya mostraba signos de renovada firmeza.
—Quédate así —ordenó, pasando un dedo por el muslo tembloroso de Maite—. Debo evaluar tu capacidad de retención.
Maite gimió, enterrando su rostro entre los brazos cruzados sobre la mesa. El dolor inicial había disminuido a un ardor sordo, pero la humillación de sentirse tan expuesta, tan usada, hacía que su piel se sonrojara más que por el esfuerzo físico.
—Doctor... por favor... —suplicó, pero su voz carecía de la fuerza de sus protestas anteriores.
El doctor ignoró sus palabras, demasiado ocupado admirando su obra. Con el pulgar, esparció su propio fluido sobre los labios hinchados de Maite, dibujando círculos obscenos antes de volver a posicionarse detrás de ella.
—Increíble —murmuró, frotando su erección renacida entre sus nalgas—. Tu cuerpo se adapta rápidamente al tratamiento.
Maite sintió el contacto y se tensó, anticipando el dolor. Pero cuando el doctor empujó esta vez, encontró menos resistencia.
—¡Ah! —exhaló, más sorprendida que dolorida.
El doctor comenzó un ritmo lento pero constante, cada movimiento calculado para maximizar el placer sin perder el control.
—Dime, Maite —jadeó, agarrando sus caderas con fuerza—, ¿en qué escala del uno al diez calificarías el dolor ahora?
Ella tragó saliva, notando con horror que el ardor inicial se transformaba en una sensación extrañamente placentera.
—C-cinco... —mintió, apretando los puños.
El doctor rió, un sonido profundo y cargado de lujuria.
—Mientes tan mal, niña —aceleró el ritmo, haciendo que Maite arqueara la espalda—. Pero no importa. Tu cuerpo habla por ti.
Y era cierto. A pesar de su vergüenza, sus músculos internos comenzaban a contraerse alrededor del doctor, como si lo recibieran en lugar de expulsarlo.
—¿Ves? —el doctor se inclinó sobre ella, su aliento caliente en su oreja—. Tu organismo reconoce lo que necesita.
Maite quiso protestar, pero en ese momento el doctor cambió el ángulo, rozando un punto interno que hizo que un gemido involuntario escapara de sus labios.
—¡Oh! ¡Eso no es...! —su voz se quebró cuando el doctor repitió el movimiento.
—¿No es qué, Maite? —preguntó, fingiendo inocencia médica mientras sus manos subían para pellizcar sus pezones—. ¿No es terapéutico?
Ella no pudo responder. Su cuerpo, ahora completamente traidor, comenzó a moverse al compás del doctor, buscando más de esa sensación prohibida.
—Parece que hemos encontrado la dosis correcta —observó el doctor, notando cómo su paciente se entregaba al placer—. Tal vez necesitemos sesiones más... frecuentes.
Cuando el segundo orgasmo la golpeó, Maite lloró, no de dolor, sino de la vergonzosa comprensión de que su tratamiento se había convertido en algo muy diferente.
Continuara...

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