El camino desde el comedor hasta la habitación de sus padres fue el trayecto más largo y corto a la vez en la vida de Martina. Cada paso sobre las baldosas frías resonaba en el silencio cargado del departamento, un eco de la transgresión que acababa de consumarse. Sentía el regusto salado y amargo de su padre aún impregnado en su boca, una marca física de lo ocurrido que se mezclaba con el sabor residual de la pizza y la cerveza, creando un cóctel sensorial que le revolvía el estómago y, de manera contradictoria, le aceleraba el pulso. No se atrevía a voltear, pero sentía en la nuca el peso de las miradas de sus padres, que la observaban alejarse. No eran miradas de reproche, sino de expectación, de propiedad, como si estuvieran viendo a un animal que, después de mucho amaestrar, finalmente entraba en la jaula por su propia voluntad.
Su cuerpo era un mapa de lo sucedido. El fino camisón lila, ahora manchado y arrugado, se pegaba a su piel aún sensible. En sus mejillas, una fina capa de sudor se mezclaba con las secas y blancas marcas que Tomás había dejado sobre su piel, un estigma que la avergonzaba y excitaba al mismo tiempo. Su cabello rubio, antes una cascada ondulada, estaba enmarañado y húmedo en las puntas, desordenado por las manos de su padre que lo habían agarrado con tanta fuerza. Caminaba con la espalda recta, pero con una fragilidad interna que hacía que sus rodillas casi chocaran entre sí. Era la obediencia hecha carne, una sumisión que ya no le era impuesta, sino que empezaba a brotar desde algún lugar profundo y recién descubierto de su ser.
Al llegar a la habitación, el ambiente era diferente. El aire aún conservaba el olor denso y dulzón del sexo de sus padres, un aroma que ahora le resultaba familiar y, de algún modo, propio. La cama, el escenario de aquel recuerdo infantil y de la escena que había presenciado antes, estaba deshecha, las sábanas retorcidas como testigos mudos de la pasión que habían contenido. Martina, sintiéndose como una niña a punto de ser castigada por una falta terrible, se sentó en el borde del colchón, en el mismo lugar donde se había parado su madre horas antes. Envolvió su propio cuerpo con los brazos, a pesar de que el camisón la cubría, en un gesto instintivo de protección.
"¿Qué estoy haciendo aquí?" pensó, y la pregunta resonó en el vacío de su mente sin encontrar una respuesta clara. El miedo era una presencia tangible, un nudo de hielo en el estómago. Pero, enredada con el miedo, como una enredadera venenosa, estaba la ansiedad. Una expectativa eléctrica, un morbo que le quemaba las venas y le secaba la boca. Sabía, con una certeza que le partía el alma en dos, que su vida ya no sería la misma. La inocencia no era algo a lo que se pudiera volver. Y si ese era el camino que se abría ante ella, ¿por qué no, al menos, intentar disfrutar del paisaje?
Los minutos se arrastraban con una lentitud exasperante. Desde la cocina, le llegaban sonidos bajos, el murmullo de voces que no podía distinguir, el ruido de un plato siendo movido. Esperó. No se movió del lugar. No encendió la luz. Se limitó a existir en esa penumbra, en el limbo entre la hija que había sido y la mujer que estaba naciendo a golpes de lujuria y transgresión.
Finalmente, la puerta se abrió. Primero entró Tomás. Lo hizo con una seriedad que helaba la sangre. Su rostro moreno estaba grave, sus cejas ligeramente fruncidas. Pero eran sus ojos lo que capturó inmediatamente la atención de Martina. Tenían una mirada penetrante, lúcida y feroz, que la traspasó, diseccionando cada uno de sus miedos y sus deseos secretos. No dijo nada. Solo se paró junto a la cama, cruzando los brazos sobre su pecho, mientras su panza suave se marcaba bajo la remera.
Detrás de él, entró Lucía. Su actitud era completamente diferente. Llevaba una silla plegable de madera que Martina recordaba haber visto en la galería. Sin apuro, la abrió con un chasquido seco y la colocó justo frente a la puerta del dormitorio, bloqueando simbólicamente la salida. Luego, se sentó. Se acomodó como si estuviera en el teatro, cruzando las piernas y reclinándose ligeramente hacia atrás. En sus ojos había una chispa de diversión perversa, la mirada de quien está a punto de presenciar el mejor espectáculo de su vida. Una sonrisa jugueteaba en sus labios. No había celos, solo una curiosidad aviesa y una profunda complicidad con lo que estaba por ocurrir.
Tomás rompió el silencio. Se acercó a Martina, que seguía sentada en la cama, temblando como una hoja. Extendió una mano y, con el dorso de los dedos, le acarició la mejilla. El contacto fue sorprendentemente suave, pero la intención detrás era de una firmeza absoluta. Su piel olía a sudor y a él, un olor que ahora le resultaba extrañamente familiar.
—Ponte de pie —ordenó, y su voz era baja, pero no dejaba espacio para la duda.
Martina obedeció. Sus piernas le respondieron con dificultad, sintiéndose como de gelatina. Se paró frente a él, sintiéndose pequeña y vulnerable.
—Y ahora, desnúdate para mí —dijo Tomás, y se sentó en la cama, en el lugar que ella acababa de abandonar, adoptando la pose de un rey a punto de ser entertainido.
En ese instante, todas las dudas que pudieran haber quedado en el corazón de Martina se desvanecieron. Un extraña calma, nacida de la aceptación total, descendió sobre ella. Quería esto. Lo había deseado desde que el alcohol y el recuerdo habían desatado la tormenta en su interior. Su vida había cambiado para siempre, y en lugar de luchar contra la corriente, decidió nadar con ella.
—Empezá por el camisón —indicó Tomás, con la voz serena pero cargada de autoridad—. Desatá el nudo de atrás, pero no te lo saques todavía. Despacio.
Martina, con los dedos temblorosos, alcanzó la espalda y encontró los delgados lazos que sostenían la prenda. Los desanudó con movimientos torpes. La tela se aflojó, pero aún colgaba de sus hombros.
—Bien. Ahora, dame una vuelta —ordenó él—. Quiero ver cómo te mueves.
Ella, sintiendo que cada nervio de su cuerpo estaba al descubierto, giró sobre sus propios pies. El camisón, suelto, se abrió levemente, ofreciendo destellos fugaces de la curva de sus caderas, del perfil de sus senos. Sabía que su madre, desde la silla, no se perdía ni un detalle, y esa sensación de ser observada por ambos la electrizaba.
—Pará —dijo Tomás cuando estuvo de frente nuevamente—. Ahora, dejá que se caiga. Sin apuro. Dejá que se deslice por tu cuerpo.
Martina tomó aire. Con un movimiento de hombros, dejó que la tela lila se deslizara por sus brazos, cayendo primero sobre sus pechos, que se resistieron un instante antes de quedar completamente libres, y luego continuó su camino hacia el suelo, formando un círculo pálido a sus pies. Ahora estaba completamente desnuda, excepto por un pequeño hilo de tanga que había decidido ponerse en un último y fallido intento de pudor.
—Eso también —dijo Tomás, señalando la prenda mínima con la barbilla—. Sacatelo con las manos. Agachate, despacio, y quitátelo.
Martina se agachó, sintiendo cómo todos los músculos de su cuerpo se tensaban bajo la mirada escrutadora de su padre. Con movimientos deliberadamente lentos, se desprendió de la tanga, dejándola caer sobre el montón de tela del camisón. Luego, se incorporó, completamente expuesta.
Quedó de pie frente a él, en el centro de la habitación. Su cuerpo, iluminado por la tenue luz que entraba por la ventana, era una visión de juventud entregada. Su delgadez era ahora una elegancia frágil, sus largas piernas firmes, su vientre plano. Pero eran sus pechos los que robaban toda la atención. Grandes, redondos y firmes, se elevaban desde su torso delgado con una audacia casi insolente. Los pezones, rosados y erectos por la tensión y la excitación, parecían dos bayas maduras listas para ser cosechadas. La piel de sus senos era tan suave y luminosa que casi parecía brillar en la penumbra. Tomás, sentado en la cama, no decía nada. Su mirada recorría cada centímetro de su cuerpo, desde los tobillos hasta la coronilla, con la intensidad de un coleccionista que acaba de adquirir la pieza más preciada de su vida. No había prisa en él, solo una contemplación hambrienta.
Martina se sentía más desnuda que nunca. No era solo la falta de ropa, era la exposición total de su ser, de su voluntad, de su deseo más oscuro. Y, para su propio asombro, no quería estar en ningún otro lugar.
Fue entonces cuando Tomás se movió. Con una rapidez sorprendente para un hombre de su edad, se puso de pie, cerró la distancia entre ellos en dos zancadas y, agarrándola con fuerza por las caderas, la lanzó sobre la cama. Martina cayó sobre el colchón con un suave golpe, su cabello rubio formando una aureola desordenada alrededor de su cabeza. Antes de que pudiera reaccionar, Tomás estaba sobre ella, no con su cuerpo completo, sino apoyado sobre sus brazos, encorvado sobre su desnudez como un halcón sobre su presa. Su rostro estaba a centímetros del de ella, y su aliento, caliente y con olor a cerveza, le acarició la cara.
—Desde hoy —dijo, y cada palabra era un clavo que sellaba su destino— sos sólo mía.
La declaración, brutal y posesiva, no sonó como una amenaza, sino como una verdad fundamental, un nuevo contrato que regiría su existencia. Y mientras Martina miraba los ojos oscuros y determinados de su padre, supo que no había vuelta atrás. El viaje apenas comenzaba, y ella, desnuda y vulnerable en la cama de sus padres, estaba lista para recorrerlo hasta el final.
La declaración de Tomás aún resonaba en la habitación, un eco de posesión que sellaba el nuevo orden de las cosas. No hubo más preámbulos. Con una urgencia que delataba la tensión contenida durante toda la cena, Tomás se desvistió. Su ropa cayó al suelo en un montón desordenado, y allí, en toda su potencia, estaba su miembro. Ya no era el pene plácido y pesado que Martina había tenido en la boca; ahora estaba completamente erecto, duro como una roca, una columna de carne oscura y venosa que se alzaba con una fiereza intimidante. A la luz de la habitación, Martina pudo ver su tamaño real, su grosor, y un nuevo miedo, primitivo y visceral, se apoderó de ella.
—No… papi, esperá… es muy grande —balbuceó, tratando de escabullirse hacia atrás en la cama, pero las sábanas retorcidas la detuvieron.
Tomás no respondió con palabras. Se abalanzó sobre ella, sus manos agarrando sus muslos delgados con una fuerza que le haría moretones. Su peso, un contraste de huesos y la suave panza, se posó sobre su pelvis. Martina sintió la punta del glande, enorme y abrasadora, presionando contra su entrada, buscando un camino en una estrechez que nunca había sido probada de esa manera.
—¡Ay, no! ¡Para, duele! —gritó Martina, y su voz sonó estridente, llena de un genuino pánico. Sus uñas se clavaron en los brazos de Tomás, pero era como intentar detener una roca rodando cuesta abajo.
—Shhh, nena —murmuró Tomás, y su voz era áspera pero extrañamente calmante—. Aguantá un poco. El dolor se va pronto. Te lo prometo.
Y entonces, empujó. Fue una intrusión brutal, un desgarro de fuego que le arrancó un alarido gutural a Martina. Sintió cómo su cuerpo se resistía, cómo cada fibra de su ser se contraía ante la invasión de algo tan vasto.
—¡No entra! ¡Por favor, no entra! —lloriqueó, con lágrimas de dolor y frustración corriendo por sus mejillas.
—Sí entra —gruñó Tomás, sudando, con los músculos del cuello en tensión—. Relajate, hija. Dejá que entre.
Él no se detuvo. Aplicó una presión constante, imparable. Martina, atrapada bajo él, sintió cómo la punzada inicial de dolor comenzaba a mezclarse con otras sensaciones. Una extraña plenitud, una sensación de estar siendo abierta, poseída de una manera que ningún chico de su edad podría haberlo hecho. Gritaba, pero sus gritos empezaban a cambiar de tono. La resistencia en sus músculos comenzó a ceder, minada por una curiosidad malsana y el deseo que nunca se había apagado del todo.
Mientras esto ocurría, Lucía no se movió de su silla. Observaba la escena con la intensidad de una cirujana, sus ojos recorriendo cada detalle: el rostro contraído de su hija, la espalda sudorosa de su marido, la forma en que el cuerpo de Martina se arqueaba y luchaba. No había celos en su rostro, sino una satisfacción profunda, casi maternal. "Así se hace" pensó, orgullosa. "Ahora sí vas a saber lo que es un verdadero hombre. No esos pibitos inútiles. Un hombre de veras."
Tomás logró, con un empuje final que hizo gritar a Martina, introducir aproximadamente la mitad de su miembro. Se detuvo allí, jadeando.
—Ahí está —dijo, con la voz entrecortada—. Ahí está, mi amor. Lo más difícil ya pasó.
Y comenzó a moverse. No eran embestidas salvajes, sino un vaivén lento, constante, profundo. Cada movimiento hacía que Martina sintiera el roce de esa carne enorme dentro de ella, expandiéndola, llenando cada rincón. Sus gritos de dolor se transformaron, de manera irrevocable, en gemidos. Eran sonidos largos, temblorosos, que surgían desde lo más hondo de su vientre y resonaban en la habitación, mezclándose con el jadeo de Tomás y el rumor del mar. Su vagina, al principio tan tensa y dolorida, comenzó a adaptarse. Los músculos internos, sorprendidos y estimulados, se dilataron, aceptando el tamaño imposible, acomodándose a la forma de su padre. La lubricación natural de su excitación, que había estado presente a pesar del miedo, comenzó a fluir, haciendo que el movimiento fuera menos áspero, más fluido.
Fue entonces cuando Martina, perdida en el remolino de sensaciones, comenzó a menear sus caderas. Fue un movimiento instintivo, casi imperceptible al principio, una leve elevación para encontrarse con el empuje de Tomás. Era la rendición total. Su cuerpo delgado y joven, con la piel suave y los músculos tensos de la adolescencia, se movía en una danza ancestral con el cuerpo maduro de su padre. Era el contraste lo que creaba una armonía única y perversa: la flacura de ella contra la panza suave de él, que se aplastaba contra su bajo vientre con cada embestida; la suavidad luminosa de su piel contra la piel curtida y morena de Tomás; la resistencia juvenil cediendo ante la fuerza experimentada y ruda. No era la unión de dos iguales, sino la complementación perfecta de dos opuestos que se necesitaban: la tierra fértil y la semilla vigorosa, el fuego nuevo y la leña seca. Él la poseía, la moldeaba, la abría como un fruto, y ella, en su entrega, florecía bajo su dominio, encontrando en la sumisión una libertad sensual que nunca había imaginado.
Después de unos minutos de este ritmo constante y profundo, Tomás, sintiendo que ella estaba lista, dio un último y decisivo empujón. Su miembro entró por completo. Martina sintió cómo el pubis de él se aplastaba contra el suyo, cómo la longitud total de aquel pene llenaba hasta el último milímetro de su ser. La sensación de plenitud absoluta, de no haber ningún espacio vacío dentro de ella, fue el detonante. Un orgasmo cataclísmico, el primero de la noche provocado por la penetración, estalló en su interior. Fue una ola de fuego líquido que la recorrió de la cabeza a los pies, haciéndola gritar sin palabras, con un sonido largo y vibrante que era puro éxtasis. Sus piernas se estremecieron y sus manos se aferraron a la espalda de Tomás como a un salvavidas.
Él se quedó quieto, enterrado en lo más profundo de ella, mientras los espasmos de su hija se sucedían uno tras otro, apretándolo, masajeándolo con contracciones interminables. La observaba, con una mezcla de lujuria y algo más profundo, algo que solo un hombre que ha creado vida puede sentir al poseerla de esta manera.
—Eso, hija —murmuró, cuando los últimos temblores la abandonaron—. Eso es. Pero apenas estás empezando.
Con esas palabras, agarró sus piernas, aún temblorosas, y las puso sobre sus hombros, abriéndola aún más, exponiéndola por completo. El ángulo cambió, y con él, la intensidad. Sus embestidas ya no fueron lentas ni constantes. Se volvieron brutales, animales, un martilleo feroz que hacía que la cama golpeara contra la pared con un ritmo sordo y constante.
—¡Sí, papi, sí! —gritaba Martina, ya sin ningún vestigio de vergüenza o resistencia—. ¡Dame más! ¡Así, más duro!
—¿Te gusta, putita? —rugía Tomás, sudando a mares, sus caderas convertidas en un pistón implacable—. ¿Te gusta cómo te coge tu viejo?
—¡Sí! ¡Me encanta! —aullaba ella, su voz quebrada por los embates—. ¡Soy tuya, papi! ¡Toda tuya!
El placer era una espiral ascendente que no parecía tener fin. Cada golpe, cada palabra soez, cada gemido de su padre, la llevaba más alto. Y entonces, llegó el segundo orgasmo. Este fue diferente, más profundo, más visceral, como si le arrancaran el alma a través del sexo. Gritó, y su grito fue un sonido desgarrado, un himno de entrega total que resonó en toda la casa, un sonido que sabía que nunca, en su vida, volvería a emitir por otra persona.
Ese grito fue la señal para Tomás. Con un rugido que era de triunfo y de liberación, se hundió hasta el fondo y se quedó allí, quieto, mientras una descarga caliente y poderosa llenaba el interior de Martina. Fue la marca final de su posesión, un sello de fuego en su matriz.
Durante lo que pareció una eternidad, se quedaron así, abrazados, jadeando, bañados en sudor, el cuerpo de Tomás sobre el de ella, todavía unidos. No hubo palabras. Solo el sonido de su respiración entrecortada mezclándose. En ese silencio, nació una conexión única, monstruosa y profunda. Era el lazo de sangre, retorcido y transformado en algo nuevo, algo oscuro y eterno. Él era su padre, su creador, y ahora era su amante, su dueño. Ella era su hija, su sangre, y ahora era su mujer, su posesión.
Fue entonces cuando Lucía, desde la puerta, se puso de pie. Su rostro mostraja una paz absoluta, una felicidad serena y perversa. Caminó hacia la cama y miró a los dos cuerpos exhaustos y entrelazados. Con una sonrisa que era de amor, de aceptación y de una complicidad total, dijo suavemente:
—Los amo.
Epílogo
Desde ese día, en la intimidad a salvo de miradas ajenas, Martina se convirtió en la segunda mujer de su padre. No había un nombre para lo que compartían los tres, una dinámica que la sociedad nunca entendería y que, de salir a la luz, los destruiría. Por eso, afuera, en la luz del día, seguían siendo la familia Silva. Tomás, el padre trabajador; Lucía, la madre cariñosa; y Martina, la hija universitaria que los visitaba los fines de semana. Cumplían con los ritos sociales, iban a asados familiares, sonreían para las fotos.
Pero cuando la puerta de su casa se cerraba, y las cortinas corrían, la fachada se desvanecía. Martina ya no dormía en su antigua habitación. La jerarquía se redefinía en susurros, en miradas, en el orden en que se servía la cena o en quién compartía la cama con Tomás cada noche, un turno que las dos mujeres aceptaban con naturalidad. Era su secreto, su mundo privado construido sobre los cimientos del tabú más profundo. Una familia normal con un corazón oscuro y retorcido, donde el amor, la lujuria y la sangre se habían fundido para siempre en una única y prohibida verdad.
FIN DE LA HISTORIA.

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