El Diagnóstico del Deseo - Final

 


El sol de la tarde se filtraba por las cortinas del consultorio, pintando de dorado la piel sudorosa de Maite, que yacía boca abajo en la camilla de examen. El doctor Castro Moreno observaba su espalda arqueada con ojos clínicos que no lograban ocultar su satisfacción.


—¿Duele mucho? —preguntó, pasando un dedo sin guantes por el contorno enrojecido de su ano.  


Maite contuvo un gemido al contacto, sus mejillas ardientes de vergüenza.  


—S-sí, doctor —confesó en un susurro, enterrando el rostro en el hueco de su brazo—. Duele... pero...  


La frase quedó suspendida en el aire como una confesión demasiado peligrosa para pronunciar. El doctor sonrió, comprendiendo perfectamente lo que callaba.  


—Pero te gustó —completó él, acariciando su muslo tembloroso—. No hay por qué avergonzarse, Maite. Es una respuesta fisiológica normal.  


Normal. La palabra resonó en su mente como un eco burlón. Nada de esto era normal. No el dolor punzante que sentía al moverse. No el calor que le recorría el vientre al recordar esos últimos minutos, cuando su cuerpo había traicionado toda dignidad. Y mucho menos el hecho de que quien la había reducido a este estado fuera un hombre de casi sesenta años, con una barriga flácida y manos arrugadas que olían a colonia barata.  


—No debería... —murmuró, pero el doctor interrumpió su turbación.  


—¿No debería qué? —preguntó mientras limpiaba su sexo con una toalla húmeda—. ¿Disfrutar de tu propio cuerpo? ¿Responder al tratamiento como cualquier paciente obediente?  


Maite cerró los ojos. Ese era el problema. No se sentía como una paciente. Se sentía como...  


—Esta noche deberás transpirar de nuevo —anunció el doctor, interrumpiendo sus pensamientos.  


Ella alzó la vista con ojos suplicantes.  


—Doctor, por favor... —su voz sonó quebrada—. Necesito descansar.  


El doctor estudió su rostro angelical, marcado por el cansancio y algo más, algo que lo hizo sonreír.  


—Tienes razón —concedió, sorprendiéndola—. El descanso es parte crucial del tratamiento. Por eso... —hizo una pausa dramática— dormiremos juntos esta noche.  


Maite parpadeó, confundida.  


—¿J-juntos?  


—Cuerpo a cuerpo —explicó, como si hablara de un procedimiento médico—. El calor compartido acelera la recuperación muscular.  


Ella abrió la boca para protestar, pero algo la detuvo. Una imagen fugaz: sus cuerpos entrelazados bajo las sábanas, su espalda contra ese pecho velludo, esas manos grandes acariciándola hasta el sueño.  


—Yo... —tragó saliva—. Nunca he dormido toda la noche con... con nadie.  


La confesión salió sin permiso. Martín, su ex novio, siempre se había ido después del sexo, como si quedarse a abrazarla fuera demasiado íntimo.  


El doctor pareció entender.  


—Hay una primera vez para todo, Maite —dijo, ayudándola a sentarse—. Y esta será terapéutica.  


Ella asintió, sintiendo cómo una extraña felicidad se mezclaba con sus nervios.  


—¿Y... y si me muevo mucho? —preguntó, inocente.  


El doctor rió, un sonido cálido que hizo que algo en su pecho se estremeciera.  


—Entonces te sujetaré —respondió, pasando un dedo por su mejilla—. Como debe ser. 


La habitación principal del doctor estaba sumergida en una penumbra cálida, iluminada solo por una lámpara de aceite que proyectaba sombras danzantes sobre las paredes de madera. La cama, amplia y con sábanas de algodón egipcio, parecía esperarlos como un santuario privado. Maite se detuvo en el umbral, sus pies descalzos rozando el suelo frío, mientras el doctor cerraba la puerta tras ellos con un click suave pero definitivo. 


—La temperatura corporal ideal para este tratamiento es piel con piel —explicó él, desabrochando su bata con movimientos pausados—. Nada de sábanas inicialmente. 


Maite asintió, observando cómo la tela caía al suelo, revelando el cuerpo que ya conocía pero que aún la hacía contener el aliento. La barriga redonda, el vello grisáceo que se extendía por su pecho, las piernas fuertes y velludas. No era el cuerpo de un joven atleta, pero había algo en su presencia, en la forma en que la miraba, que hacía que su estómago se contrajera de anticipación. 


Ella, aún vestida solo con la pequeña tanga que él le había permitido usar durante el día, sintió sus dedos temblorosos al deslizarla por sus caderas. El aire de la habitación rozó su piel recién expuesta, haciendo que sus pezones se endurecieran al instante. 


—Así —murmuró el doctor, extendiendo una mano hacia ella—. Ven, Maite. 


Ella obedeció, acercándose hasta quedar a solo centímetros de él. El doctor no la tocó inmediatamente; primero la estudió, sus ojos oscuros recorriendo cada curva, cada línea de su cuerpo joven bajo la luz tenue. 


—Hermosa —susurró, como si hablara consigo mismo—. Una paciente ejemplar. 


Finalmente, sus manos la alcanzaron. Comenzaron en sus hombros, descendiendo por sus brazos con una lentitud exasperante, como si memorizara cada centímetro. 


—Doctor... —Maite jadeó cuando sus dedos encontraron la curva de sus caderas—. Esto es... ¿realmente necesario? 


Él sonrió, notando cómo su voz temblaba, cómo su piel se erizaba bajo su contacto. 


—Absolutamente —respondió, inclinándose para respirar el aroma de su cuello—. El contacto continuo estimula la producción de oxitocina. Acelera la curación. 


Mentira. Ambos lo sabían. Pero Maite ya no se aferraba a esas mentiras como excusas, sino como permisos tácitos para disfrutar lo que su cuerpo anhelaba. 


El doctor la guió hacia la cama, acostándose primero para luego atraerla contra su cuerpo. Maite se acomodó de espaldas a él, sintiendo cómo su abdomen se curvaba contra su columna, cómo sus piernas peludas enmarcaban las suyas, más suaves y delgadas. 


—Perfecto —susurró él, pasando un brazo por debajo de su cuello y el otro sobre su cintura, palmeando su vientre bajo—. Así compartiremos el calor. 


Los primeros minutos fueron de un silencio cargado. Maite sentía cada respiración del doctor contra su nuca, cada pequeño movimiento de su cuerpo contra el suyo. Y luego, inevitablemente, lo sintió: el suave roce de su miembro, aún flácido, contra la parte baja de su espalda. 


Pero no permaneció flácido por mucho tiempo. 


Maite contuvo un gemido cuando notó cómo crecía, cómo se endurecía lentamente contra su piel, hasta quedar firme y caliente entre sus nalgas. 


—Doctor... —murmuró, sintiendo cómo su propio cuerpo respondía, humedeciéndose sin permiso. 


—Es una reacción natural, Maite —explicó él, aunque su voz sonaba más ronca de lo usual—. No lo pienses. 


Pero ella ya estaba pensando. Pensando en cómo esa sensación, que debería repelerla, la atraía. En cómo las manos del doctor, ahora acariciando su vientre bajo, se sentían más seguras que cualquier otra cosa en su vida. 


Sin pensarlo, llevó su propia mano hacia atrás, encontrando la erección que descansaba contra ella. El doctor contuvo un gruñido cuando sus dedos lo rodearon, torpes pero decididos. 


—Maite —advirtió, pero no la detuvo. 


—Es... es parte del tratamiento, ¿no? —preguntó ella, moviendo su mano con curiosidad, sintiendo cómo palpitaba bajo su tacto—. Estimular la circulación. 


El doctor rió, un sonido bajo y cargado de lujuria. 


—Qué paciente tan dedicada —murmuró, mordiendo su hombro con suavidad—. Pero deberías concentrarte en recibir calor, no en darlo. 


Aún así, su cadera comenzó a moverse sutilmente, empujando su miembro contra la mano de Maite, guiándola sin palabras. 


—¿Así? —preguntó ella, apretando un poco más, fascinada por cómo respondía a su tacto. 


—Sí... —el doctor cerró los ojos—. Exactamente así. 


Maite sonrió, sintiendo un poder nuevo, una complicidad que iba más allá de la dinámica médico-paciente. Cuando el doctor giró su cuerpo para besarla, supo que esta noche, por primera vez, no estarían fingiendo.


La lámpara de aceite proyectaba sombras doradas sobre los cuerpos entrelazados. Maite, de 19 años, con su piel de porcelana iluminada por el fuego tembloroso, arqueaba la espalda contra el pecho velludo del doctor Castro Moreno. Sus curvas adolescentes - caderas estrechas, vientre plano, pechos pequeños y firmes - contrastaban brutalmente con el cuerpo maduro que la envolvía: la barriga blanda que se curvaba contra su columna, las piernas marcadas por venas azuladas, las manos arrugadas que ahora trazaban círculos hipnóticos en su abdomen. 


—Tu temperatura corporal ha mejorado notablemente —murmuró el doctor contra su hombro, oliendo su esencia juvenil mezclada con el sudor de su encuentro anterior—. Pero aún necesitamos aumentar el flujo sanguíneo. 


Maite sintió sus dedos descender, tan lentamente que cada centímetro de piel despertaba bajo su contacto. 


—¿C-cómo? —preguntó, sabiendo la respuesta, deseando oírla de todos modos. 


El doctor sonrió, sus labios ásperos rozando la vértebra más prominente de su cuello. 


—Estimulación localizada —respondió, mientras una mano se cerraba sobre su muslo interno—. Empezando por estos linfonodos... 


Ella gimió cuando sus dedos encontraron el núcleo de su calor, ya húmedo sin que él la hubiera tocado propiamente. El contraste era obsceno: sus manos, marcadas por manchas hepáticas y venas sobresalientes, moviéndose con experta precisión entre sus pliegues rosados. 


—Doctor... —jadeó, sintiendo cómo sus caderas buscaban más contacto—. Eso no es... un linfonodo... 


—Ah, mi brillante alumna —rió él, hundiendo un dedo en su interior mientras el pulgar presionaba su clítoris—. Pero los ganglios pélvicos requieren atención especial. 


Maite cerró los ojos, abandonándose a la paradoja: cómo el hombre que podría ser su abuelo conocía su cuerpo mejor que ella misma. Sus caricias no tenían la urgencia torpe de Martín, su ex novio. Eran calculadas, metódicas, como si realmente fuera un procedimiento médico. 


—¡Ah! ¡Allí! —gritó cuando sus nudillos rozaron ese punto interno que sólo él encontraba. 


—El punto G —asintió, como dictando una lección—. O en tu caso, el área de Von Hertzenberg. 


La broma privada los unió en una risa cómplice que se convirtió en gemido cuando añadió un segundo dedo. Maite miró hacia abajo, fascinada por la imagen de esos dedos ancianos moviéndose dentro de ella, su piel pálida brillando con sus fluidos. 


—¿Te gusta verlo? —preguntó el doctor, notando su fijación—. Observar cómo tu cuerpo acepta el tratamiento. 


Ella asintió, avergonzada pero excitada por su propia obscenidad. 


—S-sí... es... diferente. 


—Diferente a tu jovencito inexperto —completó él, acelerando el ritmo—. Que sólo sabía empujar como un animal en celo. 


El insulto a Martín, en lugar de ofenderla, la excitó más. Sus uñas se clavaron en el brazo flácido del doctor cuando el orgasmo la golpeó, un espasmo violento que la hizo arquearse como un arco. 


—¡Doctor! ¡Dios! 


—Buen reflejo pélvico —comentó él, fingiendo tomar notas mentales mientras la veía temblar—. Pero el tratamiento requiere continuidad. 


Antes de que Maite pudiera recuperar el aliento, el doctor la giró para enfrentarlo. Su erección, gruesa y venosa, descansaba contra su vientre. Ella no pudo evitar compararla mentalmente con la de Martín - más joven, más firme, pero nunca tan... intimidante. 


—¿Lo examinas? —preguntó el doctor, guiando su mano hacia su miembro—. Deberías conocer cada herramienta terapéutica. 


Maite lo tomó con curiosidad, sintiendo su peso, las venas que latían bajo su piel más oscura. 


—Es... grande —murmuró, sincera. 


El doctor rió, un sonido ronco que terminó en tos. 


—Años de práctica, mi niña —guió su cabeza hacia su boca—. Ahora prueba la medicación oral. 


El sabor salado y amaderado la sorprendió. No era desagradable, sólo... adulto. Como el whisky que él bebía. Mientras succionaba, sus ojos se encontraron con los del doctor, que la observaba con un orgullo paternal pervertido. 


—Así —susurró, enredando los dedos en su trenza rubia—. Lengua en el frenillo. Sí... justo ahí. 


Maite obedeció, descubriendo un placer nuevo en su sumisión. Cuando el doctor finalmente la detuvo y la penetró, el contraste físico era casi artístico: su piel de durazno contra su torso pálido y velludo, sus uñas pintadas arañando esa piel floja que colgaba de sus brazos. 


—Mírame —ordenó él, y cuando sus ojos se encontraron, Maite entendió la verdad: 


Esta no era una paciente siendo violada. Era una mujer joven descubriendo que el deseo no entiende de edades. 


Y cuando llegó al orgasmo, gritando su nombre sin el prefijo de "doctor", supo que su tratamiento había tomado un nuevo rumbo. 


 


El Tratamiento Permanente 

 


Las estaciones habían cambiado doce veces desde aquel primer día en que Maite llegó a la estancia del doctor Castro Moreno con su diagnóstico ficticio. Ahora, bajo el mismo techo de madera que una vez le pareció opresivo, caminaba descalza por los pasillos con la confianza de quien sabe que cada rincón le pertenece. 


—Doctor —llamó, entrando al consultorio donde él revisaba unos expedientes—. Los resultados del laboratorio llegaron. 


Alzó los papeles con una mano, mientras la otra jugueteaba inconscientemente con el collar de perlas que nunca se quitaba. El doctor alzó la vista, sus ojos oscuros brillando al verla: vestida con un ajustado vestido blanco que hacía juego con su bata, su cabello rubio ahora suelto y ondeando sobre los hombros. 


—Acércate, secretaria —ordenó, extendiendo una mano. 


Maite obedeció, colocándose entre sus piernas mientras él se reclinaba en el sillón de cuero. Un año atrás, ese término ("secretaria") habría sido un insulto. Ahora lo pronunciaba como un halago, un título ganado entre sudor y sábanas arrugadas. 


—¿Extrañaste el calor anoche? —preguntó él, deslizando las manos bajo su falda para palpar las nalgas que ya no necesitaban de nalgadas terapéuticas, pero que las recibían igual. 


Maite mordió su labio inferior, sintiendo cómo su cuerpo respondía instantáneamente al contacto. 


—Siempre lo extraño, doctor —confesó, balanceándose levemente contra sus palmas—. Pero usted dijo que mi tratamiento de calor nocturno ya no era necesario... 


El doctor sonrió, ese gesto astuto que ahora le resultaba tan familiar como excitante. 


—Cambié de opinión —declaró, abriendo su bata para revelar que no llevaba nada debajo—. Nuevos síntomas requieren nuevas terapias. 


Maite no pudo contener una risa burbujeante mientras se arrodillaba entre sus piernas. Con movimientos expertos, tomó su miembro semierecto y lo acarició, sintiendo cómo respondía al tacto de sus dedos jóvenes. 


—¿Y cuáles serían esos nuevos síntomas, doctor? —preguntó, inclinándose para dejar un beso en la punta. 


—Falta de... humedad matutina —improvisó él, enredando los dedos en su cabello—. Y según mis estudios, solo hay un remedio. 


Maite no necesitó más instrucciones. Con la práctica de un año entero de "tratamientos", envolvió sus labios alrededor de él, succionando con esa mezcla de inocencia y perversión que volvía loco al doctor. 


—Mmm... exactamente así —gruñó él, observando cómo su boca joven trabajaba—. Eres mi mejor invento, Maite. 


Ella lo miró desde debajo de sus pestañas, sabiendo que era verdad. En algún momento entre las primeras "sesiones de transpiración" y las lecciones de anatomía práctica, había dejado de ser su paciente para convertirse en algo más preciado: su creación, su muñeca perfecta. 


Cuando el doctor llegó al clímax, Maite tragó sin vacilar, limpiándose los labios con el dorso de la mano después. 


—¿Mejor, doctor? —preguntó, fingiendo preocupación médica. 


Él la levantó por las caderas y la sentó sobre el escritorio, esparciendo los papeles del laboratorio sin importarle. 


—Solo una cosa más —susurró, abriendo sus piernas—. Necesito tomar una muestra de tus fluidos. Para... investigación. 


Maite rió, dejándose caer hacia atrás sobre los documentos mientras el doctor se inclinaba sobre ella. Fuera, el viento otoñal sacudía las ventanas, pero dentro, en ese consultorio que ya era su hogar, solo existía el calor compartido de dos cuerpos que habían reescrito las reglas del placer. 


Fin 

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