El Diagnóstico del Deseo - Parte 1

 


El Remis avanzaba por la ruta polvorienta del sur argentino, dejando atrás lo poco que Maite conocía como civilización. Los campos se extendían interminables, teñidos de dorado por el sol del atardecer, y el aire que se filtraba por la ventana entreabierta olía a tierra seca y pasto quemado. Maite apretó su pequeño bolso contra el pecho, como si ese gesto pudiera protegerla de lo desconocido. Sus ojos color miel claro—tan claros que parecían transparentes bajo la luz del sol—recorrían el paisaje con ansiedad.  


—Queda poco, señorita —dijo el conductor sin apartar la vista del camino—, la estancia del doctor Castro Moreno está justo después de aquella loma.  


Maite asintió en silencio, sus dedos jugueteando nerviosos con el extremo de su trenza rubia, tan larga que le rozaba la cintura. Su cuerpo menudo se veía aún más frágil bajo el vestido de algodón que llevaba, una prenda modesta que no lograba ocultar sus curvas: caderas estrechas pero con unas nalgas firmes y redondas que parecían hechas para ser agarradas, una cintura tan delgada que un hombre podría rodearla con sus manos, y unos pechos pequeños pero perfectamente torneados.  


El Remis ascendió la loma y allí, en medio de la nada, apareció la casa del doctor. Una construcción antigua de piedra y madera, con un porche amplio y cortinas pesadas que ocultaban las ventanas. Maite sintió un escalofrío.  


—¿Aquí…? —preguntó, su voz apenas un hilo.  


—Sí, aquí —respondió una voz grave desde la entrada de la casa.  


El doctor Gonzalo Castro Moreno emergió de la sombra del porche, su figura imponente recortada contra la luz del atardecer. A sus cincuenta y ocho años, el tiempo no había sido amable con él: su barriga redonda se extendía sobre el cinturón de sus pantalones de vestir, su rostro estaba marcado por la rosácea y la calvicie avanzaba irremediablemente. Pero sus ojos—pequeños, oscuros, astutos—brillaban con un interés que no era profesional cuando recorrieron el cuerpo de Maite.  


—Bienvenida, Maite —dijo, extendiendo una mano carnosa—, su nuevo hogar.  


Ella dudó un instante antes de tomar su mano, sintiendo cómo sus dedos sudorosos envolvían los suyos con una presión que no era precisamente amistosa.  


—Gracias, doctor… —murmuró, bajando la vista.  


—Dentro, por favor —indicó él, haciendo un gesto hacia la puerta—, debemos revisar su estado de inmediato.


El interior de la casa olía a medicina antigua y madera encerada. Las paredes estaban cubiertas de diplomas amarillentos y estantes repletos de frascos con líquidos turbios. Maite siguió al doctor por un pasillo estrecho hasta una habitación que parecía ser una mezcla entre consultorio y dormitorio. Una camilla de examen ocupaba el centro, con sábanas impecablemente blancas, y junto a ella, un escritorio lleno de jeringas y frascos de pastillas.  


—Siéntese —ordenó el doctor, señalando la camilla.  


Maite obedeció, sus piernas temblorosas apenas soportando su peso. El doctor se acercó, su aliento a café rancio y menta falsa invadiendo su espacio personal.  


—Como sabe, su condición es… peculiar —comenzó a decir mientras deslizaba un estetoscopio frío por su espalda—, el síndrome de Von Hertzenberg es extremadamente raro. Solo unos pocos casos en el mundo.  


Maite asintió, conteniendo las lágrimas. Recordaba el día en que el doctor le había dado el diagnóstico: "No puede exponerse al sol, al polvo, al estrés… su sistema inmunológico es tan frágil que un resfriado común podría matarla".  


—Por eso es vital que permanezca aquí, bajo mi supervisión constante —continuó el doctor, sus dedos ahora presionando su abdomen con excusa médica—, le preparé un régimen de medicamentos y… ejercicios especiales.  


—¿Ejercicios? —preguntó Maite, arrugando su frente angelical.  


El doctor sonrió, una expresión que no llegaba a sus ojos.  


—Sí, para fortalecer su… resistencia —dijo, mientras su mano descendía peligrosamente hacia su muslo—, pero eso será mañana. Hoy debe descansar.  


Se apartó bruscamente, como si recordara algo, y tomó un frasco de pastillas del escritorio.  


—Tome una cada noche —le indicó—, ayuda con los síntomas.  


Maite tomó el frasco con manos temblorosas, sin sospechar que esas pastillas no eran más que placebos. Que el síndrome de Von Hertzenberg no existía. Que todo—desde el diagnóstico hasta este aislamiento—había sido meticulosamente planeado por el doctor Castro Moreno desde el día en que esa niña de diecinueve años, tan inocente como sensual, había entrado en su consultorio por un simple dolor de cabeza. 


El doctor la condujo a su nuevo dormitorio—una habitación pequeña con una cama estrecha y una ventana con barrotes discretos—y cerró la puerta tras de sí con un click que sonó como un candado.  


—Descansaremos temprano —dijo desde el otro lado—, mañana comenzaremos el tratamiento.  


Maite se sentó en la cama, abrazando sus rodillas contra el pecho. Fuera, el viento silbaba entre los árboles, un sonido que ya le parecía más solitario que nunca. Tomó una de las pastillas y la tragó con un sorbo de agua, sin saber que en pocas horas, el sedante que contenía la dejaría en un sueño tan profundo que ni siquiera escucharía cuando la puerta de su habitación se abriera.  


Y el doctor, al otro lado del pasillo, se servía un whisky mientras revisaba el "plan de tratamiento" que había escrito para su nueva paciente. Un plan que no incluía curas, sino sumisión. 


El primer rayo de sol apenas comenzaba a filtrarse entre las cortinas pesadas cuando los nudillos del doctor resonaron contra la puerta del dormitorio de Maite.  


—Maite, mi niña, es hora de levantarse —la voz del doctor Castro Moreno era melosa, como miel derramándose sobre hierro caliente— tenemos un día muy ocupado.  


Maite se removió entre las sábanas ásperas, su cuerpo menudo aún pesado por el sueño intranquilo. La cama —demasiado dura, demasiado estrecha— le había dejado un dolor sordo en la columna. Entreabrió los ojos color miel claro, desenfocados por el letargo, justo cuando la puerta se abría sin ceremonia.  


El doctor se acercó con pasos medidos, su sombra engordada por la luz del amanecer que caía sobre el cuerpo curvilíneo de Maite. Su mano —grande, con venas prominentes y uñas pulidas— se posó en el hombro desnudo de la joven, donde la camiseta de dormir había cedido, revelando piel de porcelana.  


—Vamos, mi querida paciente —sus dedos apretaron levemente— antes del desayuno debo examinarte.  


Maite tragó saliva, pero asintió. Se incorporó con torpeza, la trenza rubia —deshecha por la noche— cayendo sobre sus pechos pequeños pero perfectamente torneados. El doctor no disimuló su mirada mientras ella se estiraba, el escote de su pijama revelando el suave valle entre sus senos.


El consultorio olía a alcohol y a algo más denso, un aroma que Maite no pudo identificar pero que le erizó la piel. La camilla de examen —ahora con una sábana de papel crujiente— la esperaba bajo la luz fría de una lámpara quirúrgica.  


—Desvístete, por favor —el doctor se lavaba las manos en el lavabo, de espaldas a ella, pero su reflejo en el espejo no perdía detalle— es un examen completo.  


Maite contuvo un jadeo. Sus dedos temblorosos desabrocharon los botones de la camiseta, dejando que la tela cayera al suelo. El aire frío del consultorio le recorrió el cuerpo, endureciendo sus pezones rosados. Dudo antes de bajar las bragas de algodón, pero el sonido de los guantes de látex al estirarse la decidió.  


—Así, muy bien —el doctor se acercó, sus ojos oscuros recorriendo cada centímetro de su cuerpo desnudo: las caderas estrechas, el vientre plano, el triángulo rubio y bien formado entre sus piernas— respira hondo.  


Sus manos enguantadas comenzaron el "examen":  


—Eres virgen? —preguntó mientras sus dedos presionaban su abdomen bajo el ombligo.  


Maite parpadeó, sorprendida por la pregunta.  


—N-no... —sus mejillas se encendieron— solo con mi ex novio.  


El doctor asintió, escribiendo algo en una tabla imaginaria.  


—¿Cuántos hombres?  


—Solo él... —su voz era un hilo— me dejó cuando supo de mi enfermedad.  


Una sonrisa se dibujó bajo el bigote canoso del doctor.  


—Un imbécil. No merecía tocarte —sus manos descendieron hacia sus caderas, los pulgares rozando el hueso ilíaco— ¿Sexo anal?  


Maite sintió que el suelo se movía bajo sus pies descalzos.  


—¡N-no! —el rubor le subió hasta las orejas.  


—¿Oral? —el doctor no levantó la vista, ocupado en "medir" el contorno de sus nalgas paraditas.  


—U-una vez... —susurró, sintiendo cómo algo entre sus piernas —contra toda lógica— respondía al examen con una humedad traicionera.  


El doctor Castro Moreno no pudo evitar que su bata blanca se tensara levemente frente al vientre. Cada respuesta de Maite, cada temblor de su voz, cada centímetro de piel que se sonrojaba bajo su escrutinio médico, alimentaba un fuego que llevaba meses avivando.  


—Excelente —murmuró, y esta vez sus manos no se detuvieron en lo clínicamente aceptable.  


Una palma se posó en el monte de Venus de Maite, los dedos extendiéndose como una araña que reclamara territorio.  


—Aquí debes afeitarte —dijo con voz ronca— estos pelitos pueden albergar virus.  


Mintió descaradamente, pero Maite —educada en la obediencia a las batas blancas— solo asintió, conteniendo las preguntas que bullían en su mente. El dedo del doctor se hundió levemente en su carne, buscando y encontrando la humedad que delataba su confusión.  


—Buenas noticias —susurró mientras retiraba la mano con una lentitud calculada— tu condición no ha empeorado. Pero necesitaremos... sesiones diarias.  


Maite apenas tuvo tiempo de vestirse antes de que el doctor saliera del consultorio, dejando atrás el olor a látex y a deseo reprimido.


El desayuno transcurrió en un silencio cargado. Maite, vestida ahora con un camisón holgado que el doctor le había provisto, jugueteaba con las frutas en su plato mientras sentía la mirada de él posada en su nuca. El sol de la mañana entraba por la ventana de la cocina, iluminando los frascos de medicamentos alineados como soldados en el estante.  


—Debes alimentarte bien, Maite —dijo el doctor Castro Moreno, sirviéndole más jugo de naranja—. Los ejercicios que haremos requieren energía.  


Ella asintió, tomando un sorbo. El líquido ácido le recordó a su antigua vida, a las mañanas en la ciudad donde el sol no era un enemigo.  


—¿Qué... qué tipo de ejercicios serán, doctor? —preguntó, limpiándose los labios con el dorso de la mano.  


El hombre sonrió, sus ojos oscuros brillando con algo que no era precisamente profesional.  


—Terapia de exposición controlada. Tu piel necesita aprender a defenderse.


La habitación que el doctor llamaba "sala de terapia" no era más que un espacio vacío con colchonetas en el piso y una ventana grande que dejaba entrar el aire fresco de la mañana. Maite se detuvo en el umbral, sintiendo un escalofrío a pesar del calor que comenzaba a acumularse en la casa.  


—Desvístete —ordenó el doctor, ya sin la bata blanca, usando ahora un polo ajustado que dejaba ver la curva de su barriga.  


Maite parpadeó.  


—¿D-desnuda?  


—Por supuesto —respondió él, como si fuera lo más natural del mundo—. El sudor debe evaporarse directamente de tu piel. Es clave para el tratamiento.  


Ella dudó, pero el diagnóstico pesaba más que su vergüenza. Con movimientos lentos, se quitó el camisón, dejándolo caer al suelo. El aire le recorrió el cuerpo como una caricia fría, haciendo que sus pezones se endurecieran al instante.  


—Excelente —murmuró el doctor, sus ojos recorriendo cada centímetro de su cuerpo—. Comenzaremos con sentadillas.  


Maite obedeció, colocando las manos detrás de la cabeza como él indicaba. Cada movimiento hacía que sus nalgas firmes se tensaran, redondeándose de una manera que no pasó desapercibida para el doctor, quien se colocó justo detrás de ella.  


—Más profundo —indicó, colocando una mano en su cadera para "guiarla"—. Así, muy bien.  


Sus dedos se quemaban contra su piel. Maite podía sentir el aliento del doctor en su nuca, pesado y caliente, mientras continuaba con las repeticiones.  


—Ahora, estocadas —ordenó, y ella cambió de posición, una pierna adelante, la otra atrás, sintiendo cómo se estiraban sus músculos internos.  


El doctor caminó a su alrededor, como un león rodeando a su presa, deteniéndose justo frente a ella para "corregir" su postura.  


—Los brazos así —dijo, tomando sus muñecas y levantándolas, haciendo que sus pechos se tensaran aún más.  


Maite tragó saliva, pero continuó. Cada ejercicio era más intenso que el anterior, y cada vez el doctor encontraba una excusa para tocar, ajustar, "corregir". 


El peso muerto fue el más difícil. Maite, ahora sudorosa, con la piel brillando bajo la luz del mediodía, levantó las pesas pequeñas que el doctor le había dado, doblando la cintura de manera que su trasero quedaba perfectamente expuesto.  


—Perfecto —susurró el doctor, mordiendo su labio inferior—. Tu cuerpo responde muy bien, Maite.  


Ella sonrió, sintiendo un extraño orgullo por complacerlo, aunque algo en su interior le decía que esto no era del todo normal.  


—Ahora, puente de glúteos —dijo él, colocando una mano en su vientre para que se recostara—. Este es el más importante.  


Maite se acostó sobre la colchoneta, doblando las rodillas y levantando las caderas hacia el techo. El doctor se arrodilló entre sus piernas, sus ojos fijos en el lugar más íntimo de ella.  


—Quédate quieta en esta posición —ordenó, y antes de que Maite pudiera preguntar por qué, sintió sus dedos en su clítoris.  


—¡D-doctor! —gritó, tratando de cerrar las piernas, pero él las mantuvo abiertas con firmeza.  


—Es parte de la terapia —explicó, su voz ronca—. Estimular esta zona aumenta el flujo sanguíneo. Fortalece tu sistema inmunológico.  


Maite quería protestar, pero los dedos del doctor ya habían comenzado a moverse en círculos precisos, expertos. Una ola de placer comenzó a crecer dentro de ella, contradiciendo toda lógica.  


—No... no debería... —gemió, pero su cuerpo arqueado decía lo contrario.  


—Relájate, Maite —susurró el doctor, acelerando el ritmo—. Deja que tu cuerpo sienta.  


Y ella lo hizo. El climax llegó como una ola, sacudiéndola desde los dedos de los pies hasta la coronilla. Cayó sobre la colchoneta, jadeando, mientras el doctor se retiraba con una sonrisa de satisfacción.  


—Muy bien —dijo, limpiándose las manos en un pañuelo—. Hoy fue un gran avance.  


Maite, todavía temblorosa, apenas podía asentir. Sabía que algo no cuadraba, pero el placer que acababa de experimentar nublaba su juicio. Mientras el doctor salía de la habitación, dejándola sola con sus pensamientos y el olor a sexo en el aire, Maite se preguntó cuánto más estaría dispuesta a hacer por su "cura".  


Continuara...

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