La tarde se arrastraba con pereza sobre la estancia, el sol filtrándose perezoso entre las cortinas del dormitorio donde Maite yacía boca arriba, su cuerpo apenas cubierto por una tanga de encaje negro que el doctor le había entregado esa misma mañana con una sonrisa paternal.
"Tu piel necesita respirar, mi niña. La ropa interior convencional atrapa bacterias", había dicho mientras sus dedos gordos rozaban el empaque con una familiaridad que ahora, en la soledad de su cuarto, hacía que Maite se estremeciera por razones que no terminaba de entender.
El silencio era opresivo. Antes, en su antigua vida, estos momentos muertos los llenaba con el zumbido electrónico de su teléfono: memes virales, mensajes de amigas, canciones de moda. Ahora solo tenía el tic-tac del reloj de pared y el ocasional crujido de las maderas de la vieja casa.
Se revolvió en la cama, sintiendo cómo la tela diminuta de la tanga se hundía entre sus nalgas, recordándole lo expuesta que estaba. El doctor había sido claro: "Nada de dispositivos, Maite. Las ondas electromagnéticas agravan tu condición".
Un suspiro escapó de sus labios mientras sus dedos jugueteaban con el elástico de la prenda. Su mente regresó inevitablemente a lo ocurrido en la sala de terapia, a esos dedos expertos que la habían llevado al borde y más allá.
"¿Por qué me gustó?"
La pregunta quemaba más que el sol del mediodía en su piel. Su ex novio, Martín, había sido todo lo que el doctor no era: veintidós años, abdominales marcados, sonrisa de comercial de pasta dental. Lo recordaba encima de ella en su dormitorio universitario, moviéndose con la urgencia torpe de la juventud, siempre apurado, siempre pensando en su propio placer.
El doctor Castro Moreno, en cambio, era...
Maite cerró los ojos, dejando que sus dedos recorrieran su vientre plano. El contraste no podía ser más grotesco: donde Martín tenía músculos definidos, el doctor tenía rollos suaves; donde el primero olía a Axe y energía juvenil, el segundo transpiraba colonia barata y whisky medicinal.
Y sin embargo...
Sus dedos descendieron, encontrando el borde superior de su tanga. El recuerdo de esa mañana la hizo humedecerse instantáneamente.
La manera en que el doctor la había mirado mientras hacía puente de glúteos, como si fuera un trofeo. Sus ojos pequeños, casi perdidos entre la grasa facial, pero ardientes como brasas. Esas manos—grandes, con anillos de oro que brillaban bajo la luz—agarrando sus caderas con una posesión que Martín nunca había demostrado.
Un gemido escapó de sus labios cuando su dedo medio encontró su clítoris ya hinchado. La tanga negra, empapada, se hundía en sus pliegues con cada movimiento circular que imitaba—¿consciente o inconscientemente?—la técnica del doctor.
"¿Qué me está pasando?" pensó, arqueando la espalda.
Era como si cada mentira médica, cada toque injustificado, cada mirada lasciva hubiera programado su cuerpo para responder. Martín jamás la había hecho venir con solo sus dedos; siempre había sido penetración rápida, unos gemidos fingidos por cortesía, y luego él durmiendo como un tronco.
Pero el doctor...
Maite introdujo dos dedos, imaginando que eran los del hombre mayor—más gruesos, con esa uña del índice ligeramente amarillenta por el tabaco que fumaba en secreto. Se imaginó sus bigotes rozando su muslo interno mientras murmuraba obscenidades disfrazadas de términos clínicos.
"Vas a responder muy bien a esta parte de la terapia, Maite".
Sus caderas comenzaron a moverse al ritmo de sus dedos, la tanga ahora completamente empapada, pegada a sus labios como una segunda piel. El colchón crujió bajo su peso, pero ella ya estaba más allá de preocuparse por ser escuchada.
"Soy tu médico. Confía en mí".
Y Dios, cómo lo estaba haciendo. Su orgasmo de esa mañana había sido diferente—más profundo, más sucio, como si hubiera estado escondido en algún rincón de su cuerpo esperando que un hombre con suficiente paciencia (y perversión) lo desenterrara.
El clímax la golpeó como una ola sucia, haciendo que sus piernas temblaran y sus dedos se hundieran más profundamente. Un grito ahogado se escapó de su garganta mientras imaginaba al doctor observándola, aprobándola, tal vez incluso tomando notas en esa maldita libreta médica que llevaba a todas partes.
Cuando la respiración de Maite volvió a la normalidad, quedó mirando el techo, una mezcla de vergüenza y fascinación recorriendo su cuerpo sudoroso.
Fuera, en el pasillo, el piso crujió bajo un peso familiar.
Maite apenas tuvo tiempo de ponerse de costado y fingir sueño cuando la puerta se abrió lentamente. El doctor se quedó allí, inmóvil, respirando ese aire cargado de sal y vergüenza.
—Duerme, mi niña —susurró, y Maite juró sentir una sonrisa en su voz—. Mañana tenemos otra sesión... intensa.
La puerta se cerró con un click, dejándola sola con su confusión, su culpa, y ese nuevo y peligroso conocimiento: su cuerpo tenía gustos que su mente aún no entendía.
La luz del amanecer se filtraba tímidamente entre las cortinas cuando Maite despertó, su cuerpo aún caliente por los sueños húmedos de la noche anterior. La tanga negra —la misma que había usado durante su exploración solitaria— seguía pegada a su piel, ahora seca pero impregnada del aroma de su vergüenza. Se incorporó lentamente, sintiendo cómo el elástico se ajustaba a sus caderas, recordándole lo poco que cubría.
El doctor había sido claro: "Desde ahora, solo esto en las mañanas. Tu piel necesita adaptarse".
Maite respiró hondo antes de salir de la habitación, sus pies descalzos rozando el suelo frío del pasillo. Cada paso hacia el consultorio era un recordatorio de su desnudez parcial, de cómo el aire se colaba entre sus piernas, acariciando lugares que ya no le pertenecían por completo.
El doctor Castro Moreno la esperaba en el umbral, su bata blanca impecable contrastando con la oscuridad de sus ojos.
—Buenos días, mi niña —saludó, su voz gruesa como miel derramada sobre piedra—. Veo que seguiste mis instrucciones.
Maite asintió, incapaz de sostener su mirada. Las imágenes de su masturbación nocturna regresaron como un fogonazo, haciendo que sus mejillas ardieran.
—S-sí, doctor.
Él sonrió, notando su turbación, y abrió la puerta del consultorio con un gesto teatral.
—Adelante. Hoy haremos algo diferente.
El consultorio olía a alcohol y a algo más íntimo, un aroma que Maite ya comenzaba a asociar con estas sesiones. La camilla de examen brillaba bajo la luz artificial, la sábana de papel crujiente esperándola como un lecho sacrificial.
—Sácate la tanga —ordenó el doctor, cerrando la puerta con un click que resonó en el pecho de Maite.
Ella dudó solo un instante antes de deslizar los dedos bajo el elástico y bajarla lentamente, sintiendo cómo el aire frío besaba su piel recién expuesta. La prenda cayó al suelo, un pequeño charco negro sobre las baldosas blancas.
—Así —murmuró el doctor, acercándose—. Ahora, sobre la camilla.
Maite obedeció, tendiéndose boca arriba mientras sus pechos pequeños se elevaban con cada respiración acelerada. Esta vez, notó algo diferente: el doctor no usaba guantes. Sus manos —grandes, con venas prominentes y anillos de oro que brillaban bajo la luz— estaban desnudas, listas para tocar.
—Hoy sentiré tu piel directamente —explicó, como si leyera sus pensamientos—. Necesito evaluar tu temperatura basal sin barreras.
Mentira. Ella lo sabía. Y sin embargo, cuando sus dedos comenzaron a recorrer su abdomen, Maite no protestó.
El examen fue una tortura lenta, deliberada.
—Respira hondo —ordenó el doctor, mientras sus manos ascendían hacia sus costillas, los pulgares rozando los costados de sus pechos sin llegar a tocarlos.
Maite contuvo el aliento, sintiendo cómo sus pezones se endurecían solo por la proximidad, por la anticipación.
—Muy bien —susurró él, descendiendo ahora hacia sus caderas, los dedos extendidos como un arácnido que tejiera su red—. Ahora las piernas abiertas.
Ella separó los muslos con un temblor, exponiéndose completamente. El doctor no se apresuró; primero palpó sus muslos internos, luego las curvaturas de sus ingles, siempre deteniéndose a un centímetro de donde Maite ardía.
—No me obedeciste —dijo de pronto, su voz cargada de decepción fingida—. No te afeitaste aquí.
Su dedo índice aterrizó sobre el monte de Venus, donde el vello rubio crespo brillaba bajo la luz. Maite tragó saliva.
—P-pero doctor, pensé que...
—Silencio —cortó él, y fue hacia el gabinete por una maquinilla de afeitar y espuma—. Esto no es negociable.
La afeitada fue un ritual humillante y erótico en partes iguales.
—Quédate quieta —ordenó el doctor, rociando espuma tibia sobre su pubis.
Maite contuvo un gemido cuando la espuma hizo contacto, fría al principio pero calentándose contra su piel. Las manos del doctor trabajaron con precisión quirúrgica: primero apartó los labios con dos dedos, luego pasó la maquinilla con movimientos lentos, desde el hueso púbico hacia abajo.
—Así —murmuró, enjugando los restos de espuma con una toalla húmeda—. Perfecto.
Maite sintió el aire frío como nunca antes en su piel recién rasurada, lampiña como una niña. El doctor admiró su trabajo, pasando una mano por la zona ahora suave como satén.
—Quedaste como un bebé —dijo, y había algo en su voz que hizo que Maite se estremeciera—. Exactamente como debe ser.
El desayuno fue la prueba final.
—Así, desnuda —indicó el doctor, señalando la silla frente a la mesa donde dos huevos revueltos y tostadas esperaban—. Tu cuerpo necesita acostumbrarse a no esconderse.
Maite obedeció, sintiendo cómo el asiento de madera fría rozaba sus nalgas recién examinadas. Comió bajo su mirada, cada bocado una confesión silenciosa de su sumisión. El doctor no tocó su comida; se alimentaba de otra cosa, de la manera en que los pechos de Maite temblaban levemente con cada movimiento, de cómo su piel recién rasurada brillaba bajo la luz del comedor.
—Hoy trabajaremos en tu... tolerancia al contacto —anunció mientras servía más jugo en su vaso—. Tu enfermedad requiere exposición gradual.
Maite asintió, sabiendo que cada palabra era una mentira, pero incapaz de negarse. El placer de la noche anterior, la vergüenza de la mañana, todo se mezclaba en un cóctel que la hacía sentir más viva que nunca.
Y cuando el doctor extendió la mano para limpiar un resto de mermelada de su labio inferior con el pulgar, llevándoselo luego a su propia boca con una sonrisa, Maite supo que su tratamiento apenas comenzaba.
El sol había comenzado su lento descenso hacia el horizonte, tiñendo las paredes de la estancia con tonos dorados y anaranjados. Maite permanecía de pie en el centro del living, su cuerpo desnudo excepto por el collar de perlas que el doctor le había colocado esa tarde —*"Para medir tu temperatura corporal"*, había dicho—. El aire fresco de la noche comenzaba a filtrarse por las ventanas, haciendo que su piel se erizara, sus pezones se endurecieran como bayas maduras bajo un invisible toque gélido.
Había pasado todo el día así, expuesta, vulnerable, tratando de convencerse a sí misma de que esto era medicina. Cada caricia del doctor, cada toque "accidental", cada mirada lasciva disfrazada de examen clínico, todo podía explicarse racionalmente. O al menos eso intentaba creer.
—Maite —la voz grave del doctor resonó desde el pasillo—, es hora del tratamiento nocturno.
Ella giró lentamente, viéndolo emerger de las sombras con algo en las manos: unas vendas de seda y un pequeño aparato negro que no reconoció de inmediato.
—¿Qué... qué es eso, doctor? —preguntó, sus dedos jugueteando nerviosos con las perlas que colgaban de su cuello.
El doctor sonrió, mostrando ese gesto paternal que ya no lograba ocultar el depredador debajo.
—Terapia de transpiración controlada —explicó, acercándose—. Tu cuerpo necesita liberar toxinas. Y para eso, necesitamos... estimulación.
Maite sintió un escalofrío que nada tenía que ver con el frío.
El dormitorio principal estaba iluminado solo por una lámpara de aceite que proyectaba sombras danzantes en las paredes. La cama, más grande que la suya, tenía barrotes de hierro forjado en el cabecero.
—Acuéstate —ordenó el doctor, señalando el centro del colchón—. Boca arriba.
Maite obedeció, sintiendo cómo las sábanas frías rozaban su espalda desnuda. El doctor tomó sus muñecas con una firmeza que no admitía resistencia, atándolas a los barrotes con las vendas de seda.
—¿Esto... esto es necesario? —preguntó Maite, probando las ataduras. Eran firmes pero no dolorosas.
—Absolutamente —respondió el doctor, pasando un dedo por su esternón—. Los espasmos musculares durante la terapia pueden ser peligrosos.
Mentira. Una mentira tan obvia que Maite casi sonrió. Pero no protestó. Porque en algún lugar oscuro de su mente, esta sumisión la excitaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.
El doctor tomó entonces el aparato negro, mostrándoselo.
—Vibrador de frecuencia médica —explicó, encendiéndolo para que Maite viera cómo vibraba—. Estimulará tu sistema nervioso para inducir la transpiración terapéutica.
Era un juguete sexual. Uno caro, probablemente, pero un juguete al fin. Maite lo sabía. Y sin embargo, cuando el doctor separó sus piernas y colocó el aparato contra su clítoris ya sensible, un gemido escapó de sus labios.
—Ahora —susurró el doctor, ajustando la velocidad al mínimo—, relájate.
Los primeros minutos fueron una tortura deliciosa. El vibrador zumbaba suavemente, como un insecto atrapado entre sus piernas, lo suficiente para calentar pero no para satisfacer. Maite arqueó la espalda, probando nuevamente sus ataduras.
—Doctor... por favor... —suplicó, sin saber exactamente qué pedía.
El doctor, sentado al borde de la cama, observaba su agonía con ojos brillantes.
—¿Sí, mi niña? —preguntó, pasando un dedo por su muslo interno sin aumentar la velocidad del vibrador.
Maite gimió, frustrada. Nunca en su vida había sido atada. Nunca había sido jugueteada así. Martín siempre había sido rápido, egoísta. Esto era diferente. Esto era...
—¡Más fuerte! —suplicó, avergonzada de sus propias palabras.
El doctor sonrió y giró el dial.
El orgasmo la golpeó como un tren, sacudiéndola desde los dedos de los pies hasta las raíces del cabello. Maite gritó, sus caderas levantándose de la cama, sus músculos contrayéndose alrededor de nada. El vibrador no se detuvo, continuando su ataque incluso cuando ella sollozaba de sobresaturación sensitiva.
—Uno —contó el doctor, como si anotara resultados clínicos—. Tu cuerpo está respondiendo bien.
Las horas siguientes fueron un borrón de sensaciones. El doctor alternaba las velocidades, a veces dejándola al borde durante eternidades, otras veces llevándola al clímax con brutal eficiencia. Maite perdió la cuenta después del quinto orgasmo. Su cuerpo brillaba de sudor, sus músculos temblaban incontrolablemente, y sin embargo, cuando el doctor finalmente se levantó para irse, una parte de ella suplicó que no lo hiciera.
—Tu tratamiento debe continuar —dijo, colocando otro vibrador más pequeño en su mesa de noche—. Este tiene batería para ocho horas.
Maite abrió los ojos, aterrorizada y excitada por igual.
—¿O-ocho horas?
El doctor asintió, encendiendo el nuevo aparato y deslizándolo dentro de ella con facilidad, gracias a lo empapada que estaba.
—Transpiración prolongada —explicó, ajustando las ataduras para que estuviera más cómoda—. Buenas noches, Maite.
La puerta se cerró tras él, dejándola sola con los zumbidos que llenaban la habitación. El primer vibrador seguía en su clítoris, este nuevo dentro de ella, ambos trabajando en frecuencias alternantes que la llevaban una y otra vez al borde de la locura.
Maite gimió, tirando de sus ataduras, sabiendo que nadie vendría a salvarla. Y lo más aterrador: ya no quería que lo hicieran.
Continuara...

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