Toques en el Tren - Parte Final.

 


El sabor de Martín aún persistía en su boca, una mezcla salada y terrenal que Helena no podía—ni quería—eliminar, su lengua pasó lentamente sobre sus labios, recogiendo los últimos rastros de él, como si guardara un secreto prohibido, alrededor, el vagón seguía su traqueteo monótono, pero ahora las miradas se posaban sobre ella con más frecuencia, más intensidad, algunos pasajeros disimulaban con toses o giros de cabeza, otros ni siquiera se molestaban en ocultar su curiosidad, y Helena, para su propia sorpresa, se sentía electrificada por eso, el rubor en sus mejillas no era solo de vergüenza, sino de excitación, de saber que, aunque fuera por un momento, era el centro de algo oscuro y delicioso. 

— "Seguramente no nos volveremos a ver después de esto" — la voz de Martín cortó el aire como un cuchillo, fría y práctica, pero sus ojos brillaban con algo más, con posesión — "Pero quiero un recuerdo… dame tu ropa interior" — no era una pregunta, era una orden, y Helena sintió cómo su estómago se contraía de anticipación, sus dedos, casi por voluntad propia, se deslizaron bajo su falda negra, encontrando el encaje fino de sus bragas, negras como el resto de su atuendo, un modelo sencillo pero sensual, con un pequeño lazo en la cintura y bordados apenas visibles que seguían las curvas de sus caderas, la tela, aún húmeda por su propia excitación, se separó de su piel con un susurro, y Helena, con movimientos deliberadamente lentos, se las quitó, estirando la tela entre sus dedos antes de ofrecérselas a Martín, su respiración era superficial, sus ojos no se atrevían a mirarlo directamente, pero su cuerpo, traicionero, se arqueaba levemente hacia él. 

Martín tomó la prenda con dedos que apenas temblaban, su mirada recorriendo cada detalle como si fuera una reliquia — "Hermosa… como todo en ti" — murmuró, llevando la tela a su nariz, inhalando profundamente su esencia con los ojos cerrados, un gruñido de satisfacción escapó de su garganta — "Sabías que naciste para esto, ¿verdad? Para obedecer, para ser adorada… no reprimas tus instintos, nena" — sus palabras eran veneno dulce, y Helena las bebía como si fueran agua en el desierto. 

— "No lo haré" — susurró, y esta vez, sus ojos se encontraron con los de él, desafiantes pero sumisos, una contradicción que solo Martín podía resolver. 

— "Demuéstralo" — retó él, y con un movimiento experto, liberó su miembro una vez más, ya semi-erecto, la punta brillante de deseo, sus manos se posaron en sus caderas, guiándola hacia él — "Monta" — la orden era clara, simple, y Helena, con un temblor en las piernas, obedeció, levantándose lo justo para alinearse con él antes de hundirse lentamente, su cuerpo se adaptó a él con una facilidad que la sorprendió, como si estuvieran hechos para encajar, un gemido escapó de sus labios cuando él llenó cada centímetro de ella, sus manos se aferraron a sus hombros para mantener el equilibrio, sus uñas clavándose levemente en la tela de su camisa. 

Martín no tenía prisa, sus ojos no se apartaban de los de ella, estudiando cada expresión, cada jadeo, cada contracción de sus músculos alrededor de él — "Así… perfecta" — murmuró, sus manos subieron por su torso, encontrando sus pechos bajo la remera roja, sus dedos jugueteando con los pezones duros a través de la tela — "Muévete, nena… muéstrate" — y Helena, hipnotizada por su voz, comenzó a balancearse, lenta al principio, luego con más confianza, su cuerpo encontró un ritmo que los hizo a los dos gemir, el sonido húmedo de su unión se perdía entre el ruido del tren, pero para ellos era ensordecedor. 

Las miradas de los otros pasajeros ya no importaban, el mundo exterior había dejado de existir, solo había ellos, y el movimiento sensual de sus cuerpos, y la promesa tácita de que, aunque nunca se volvieran a ver, esto, este momento, quedaría grabado en ambos para siempre. 

El ritmo de sus caderas era hipnótico, un vaivén sensual que dibujaba círculos en el aire antes de hundirse de nuevo, cada movimiento calculado para maximizar el placer tanto en ella como en él, la falda negra de Helena apenas cubría el lugar donde sus cuerpos se unían, la tela rozando los muslos de Martín con cada balanceo, su remera roja, empujada hacia arriba por las manos ansiosas del anciano, dejaba sus pechos al descubierto, redondos y firmes, con los pezones erectos por la excitación y el roce del aire, su piel brillaba bajo la luz artificial del vagón, una fina capa de sudor que hacía que cada curva resaltara aún más, Martín no podía apartar las manos de ella, sus dedos, gruesos y experimentados, seguían cada línea de su cuerpo como si estuviera memorizándola, desde la curva de su cintura hasta la suave hinchazón de sus senos, apretándolos con fuerza cada vez que ella se hundía más profundamente sobre él. 

— "Así… así es como se hace, nena" — gruñó Martín, su voz ronca por el esfuerzo de contenerse, sus ojos no se apartaban de los de ella, oscuros y llenos de una mezcla de lujuria y admiración — "Nunca había tenido una puta tan perfecta" — la palabra, dura y cruda, hizo que Helena gimiera más alto, su cuerpo respondiendo como si hubiera sido diseñado para obedecerle, sus manos se aferraron a sus hombros, sus uñas clavándose en la tela de su camisa mientras aumentaba el ritmo, más rápido, más desesperada, como si ya no pudiera controlar lo que su cuerpo exigía. 

Alrededor de ellos, el vagón se había transformado en un teatro improvisado, los murmullos de antes habían dado paso a un silencio cargado de tensión, roto solo por los jadeos de Helena y los gruñidos de Martín, los pasajeros, algunos con las bocas abiertas, otros con miradas de incredulidad, no podían apartar los ojos de la escena, un hombre de traje en el fondo dejó caer su periódico, las páginas esparciéndose en el suelo sin que nadie las recogiera, una mujer joven, sentada a unos asientos de distancia, se mordió el labio inferior, sus piernas se cruzaron y descruzaron sin decidirse, pero lo más impactante fueron los celulares, varios de ellos ahora en alto, las pantallas brillando mientras grababan cada movimiento, cada gemido, cada sacudida de los cuerpos enlazados. 

Helena los vio, los notó desde el rabillo del ojo, pero en lugar de detenerse, de cubrirse, de huir, algo dentro de ella se encendió aún más, la vergüenza se transformó en excitación, en poder, en saber que era el centro de todas esas miradas, que cada uno de esos extraños estaba atrapado en el hechizo de su sensualidad — "Les gusta… les encanta vernos" — jadeó, su voz era un hilo de sonido, pero Martín la escuchó, sus labios se curvaron en una sonrisa salvaje. 

— "Claro que sí, putita… muéstrales lo que vale un hombre de verdad" — sus manos bajaron a sus caderas, agarrando con fuerza para guiarla, para controlar el ritmo, haciéndola subir y bajar con más fuerza, cada embestida más profunda que la anterior, Helena gritó, su cabeza cayendo hacia atrás, su cabello castaño oscuro ondeando como una bandera de rendición, sus pechos rebotando con cada movimiento, los pezones rozando la tela áspera de la camisa de Martín, la sensación era demasiado, el placer demasiado intenso, pero no podía detenerse, no quería detenerse. 

Martín no duró mucho más, el espectáculo, la sensación de ella, la audiencia, todo se combinó para llevarlo al borde con una velocidad que ni siquiera él esperaba — "Voy a… mierda, nena, voy a…" — sus palabras se convirtieron en un gruñido animal, sus dedos se clavaron en sus caderas con fuerza suficiente para dejar marcas, su cuerpo se arqueó debajo de ella, enterrándose hasta el fondo en su calor justo cuando el orgasmo lo golpeó, Helena lo sintió, cada pulso, cada latido dentro de ella, y eso fue suficiente para llevarla a ella también al borde, su cuerpo se tensó como un arco, su boca abierta en un grito silencioso antes de caer sobre el pecho de Martín, agotada, temblorosa, completamente vaciada. 

Por un segundo, hubo silencio, luego, inesperadamente, un aplauso, primero tímido, luego más fuerte, algunos de los pasajeros, aquellos que habían disfrutado del espectáculo sin vergüenza, celebraban como si acabaran de presenciar una obra maestra, Helena, con el rostro enterrado en el cuello de Martín, no podía creer lo que escuchaba, pero incluso entonces, incluso después de todo, su cuerpo seguía respondiendo, un último estremecimiento de placer recorriéndola cuando él murmuró en su oído — "Nunca olvidaré esto, putita… nunca" — y supo que era verdad. 

El tren siguió avanzando, pero algo entre ellos, y entre todos los presentes, había cambiado para siempre. 

Helena recuperó el aliento con dificultad, sus pulmones ardían, sus músculos temblaban como si acabaran de correr una maratón, separarse de Martín fue como despegarse de una parte de sí misma, su cuerpo aún sensible, aún vibrante por lo que había ocurrido, se movió con torpeza hacia su asiento, las piernas débiles, la falda negra—ahora arrugada y manchada—se pegaba a sus muslos sudorosos, sus pechos, aún al descubierto bajo la remera roja levantada, subían y bajaban con cada respiración entrecortada, tardó un momento en darse cuenta de que debía cubrirse, sus dedos temblorosos tiraron de la tela hacia abajo, pero el daño ya estaba hecho, todos la habían visto, todos sabían lo que había pasado, y lo más extraño era que a ella ya no le importaba. 

El tren redujo la velocidad, los frenos silbando suavemente antes de detenerse por completo en la siguiente estación, Martín se levantó con un gruñido, ajustándose el cinturón con movimientos lentos, como si no tuviera prisa, como si el mundo entero pudiera esperar, sus ojos, oscuros y llenos de una satisfacción profunda, se posaron en Helena por última vez — "Aquí me bajo… me divertí, putita" — sus palabras eran crudas, pero su voz era sorprendentemente suave, casi tierna, se inclinó hacia ella, su aliento a menta y tabaco rozando su piel por un instante antes de que sus labios se encontraran con los de ella en un beso corto, pero intenso, un sello, una despedida, cuando se separó, Helena pudo ver su reflejo en sus ojos—despeinada, marcada, sucia—y supo que nunca lo olvidaría. 

Y luego se fue, simplemente se fue, su figura panzona desapareciendo entre la multitud que subía y bajaba del tren, dejándola sola en el asiento, expuesta, vulnerable, pero de alguna manera… libre, los pasajeros que quedaban no podían apartar la mirada de ella, algunos disimulaban con toses o conversaciones falsas, otros ni siquiera se molestaban en escondir su curiosidad, un hombre de mediana edad, con traje y corbata, pasó por su lado y le dedicó una sonrisa cómplice, su mano rozando su pierna con una excusa débil, Helena no se movió, no protestó, solo sintió cómo un escalofrío de placer recorría su espina dorsal, otro hombre, más joven, aprovechó el tumulto para levantar su falda un poco, exponiendo sus nalgas al aire frío del vagón por un segundo antes de soltarla con una risa baja, cada toque, cada mirada, era como una confirmación de lo que Martín le había dicho—naciste para esto. 

Cuando el tren llegó a su estación, Helena se levantó con una calma que no sentía, agarrando su maleta con una mano mientras con la otra se aseguraba de que su falda no se levantara demasiado, aunque era inútil, todos sabían lo que había debajo, o más bien, lo que no había, al pasar por la puerta, un último hombre, alto y de manos grandes, le dio una palmada en la nalga con fuerza suficiente para hacerla saltar un poco, el sonido resonó en el vagón, pero ella solo sonrió, un gesto pequeño, secreto, antes de bajar al andén y mezclarse con la multitud. 

Los días que siguieron fueron una revelación, cada viaje en transporte público se convirtió en una oportunidad, en un juego, Helena ya no eligió asientos vacíos, ya no evitó las miradas, se sentaba al lado de hombres, jóvenes, viejos, no importaba, esperando, deseando que alguno de ellos la usara como Martín lo había hecho, algunos aceptaron el desafío con entusiasmo, otros con timidez, pero ninguno dejó una marca tan profunda como él, ninguno la hizo sentir tan viva, tan poseída, incluso años después, cuando su vida tomó caminos diferentes, cuando los trenes y los extraños se convirtieron en recuerdos lejanos, el encuentro con Martín seguía ahí, guardado en su alma como un tesoro oscuro y brillante, el día en que aprendió que el placer no tiene edad, ni reglas, ni límites. 

Y en algún lugar, en algún tren que recorría la ciudad, un hombre panzón de 62 años sonreía para sí mismo, recordando a una joven de falda negra que había sido, por un momento, perfecta. 


Fin. 

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