Herencia de Pasión - Parte 1

 


El sol comenzaba a diputarse con el horizonte, pintando el cielo de Mar del Plata con una paleta de naranjas, rosas y púrpuras que se reflejaban en el mar quieto de la tarde. Sobre la arena, aún tibia, la familia Silva disfrutaba de la quietud. Martina, con las piernas estiradas y enterradas levemente en la arena, sorbió un largo trago de su segunda cerveza. La espuma fría le recorrió la garganta, una sensación novedosa y liberadora. Esta era la primera vez que sus padres, Tomás y Lucía, le permitían beber con ellos. Había cruzado el umbral de los dieciocho y, con él, la barrera invisible de las prohibiciones familiares. 


Su cabello rubio y ondulado, una cascada dorada que capturaba los últimos rayos del sol, caía sobre sus hombros delgados. Su figura era esbelta, casi frágil, pero contrastaba de manera audaz con la curva generosa de sus pechos, que el diminuto bikini blanco apenas lograba contener. Cada grano de arena que se pegaba a su piel luminosa parecia brillar. Sus ojos avellana, ahora un poco vidriosos por el alcohol, observaban el infinito mar con una mezcla de felicidad y una curiosidad recién descubierta. Su rostro, de rasgos delicados y armónicos, con unos labios carnosos y definidos que mojaba con la lengua tras cada sorbo, tenía la suave redondez de la juventud. Se sentía mujer, adulta, parte de un rito del que siempre había sido excluida. 


—¿Está rica la cerveza, hija? —preguntó Tomás con una sonrisa amplia y genuina, orgulloso de este nuevo escalón en la vida de su hija. 


Tomás era un hombre de cincuenta y tres años que llevaba su edad con el desgano alegre de quien ha trabajado duro. Su piel estaba curtida por el sol y el viento, morena y con arrugas que se marcaban alrededor de los ojos cuando reía. Flaco, de brazos largos y nervudos, lucía una panza redonda y suave, la clásica "panza de chopp" que delataba años de disfrutar de los buenos momentos. Estaba recostado en su reposera, con un short de baño desgastado y el torso descubierto, completamente a gusto. 


—Sí, mucho —contestó Martina, y su voz sonó un poco más grave de lo usual, cargada de una timidez que intentaba disimular. 


Lucía, a su lado, terminó su propia cerveza y se estiró como un gato, arqueando la espalda. A sus cuarenta y tres años, conservaba una belleza serena y madura. Su cuerpo mostraba las huellas de haber llevado una vida activa y de haber dado a luz, con curvas suaves y reales que Martina siempre había admirado. 


—Ya el sol se está escondiendo —comentó Lucía, señalando el último fragmento de disco solar que desaparecía en el agua—. Volvamos al departamento. Se está poniendo fresco. 


La idea fue aceptada con murmullos de aprobación. Martina se levantó con un poco de mareo, la sangre le golpeó en las sienes y rió para sus adentros por la nueva sensación. Se sacudió la arena y, con movimientos que le parecieron deliberadamente lentos y gráciles, se puso una remera de algodón verde claro, anudándola al frente, justo debajo del busto, dejando al descubierto su vientre plano y el ombligo. La tela suave rozó sus pezones sensibles bajo el bikini y un estremecimiento leve la recorrió. Agarró su tercera lata de cerveza del hielero, la destapó con un chasquido satisfactorio y comenzó a caminar junto a sus padres hacia el auto, hundiendo los pies descalzos en la arena cada vez más fría. 


El viaje de regreso al departamento en Playa Grande fue corto. El auto olía a sal, a protector solar y a la humedad de las toallas húmedas amontonadas en el asiento trasero. Martina iba en el copiloto, recostada contra la ventana, viendo cómo las luces de la ciudad comenzaban a encenderse mientras sorbía su cerveza. El alcohol fluía por sus venas, calentándole el cuerpo y despejando su mente de las inhibiciones cotidianas. Fue en ese estado de relax embriagado, con el rumor del motor y la voz baja de sus padres hablando en el frente, cuando el recuerdo surgió de las profundidades de su memoria, como un tesoro olvidado que el alcohol hubiese desenterrado. 


"Lo recordé por el alcohol" pensó, y sus ojos se abrieron un poco más, fijándose en la nuca de su padre, que conducía con una mano sobre el muslo de Lucía. 


Era el mismo departamento. Hacía años, quizás siete u ocho. Ella era solo una niña. Se había despertado en mitad de la noche por un ruido, un quejido ahogado. Asustada, había salido de su cama y se había acercado sigilosamente a la puerta entreabierta del cuarto de sus padres. La luz de la luna entraba por la ventana, iluminando la escena con una claridad fantasmal. No eran sonidos de dolor, sino de algo completamente distinto, algo primitivo y feroz. Vio la espalda morena y sudorosa de su padre, los músculos tensos bajo la piel, moviéndose con una potencia animal que la había dejado paralizada. Oyó los gemidos de su madre, no suaves o contenidos, sino profundos, guturales, casi salvajes. Era una danza cruda, un acto de posesión tan intenso que se le había grabado a fuego en la mente infantil. No había entendido bien lo que veía, pero la fuerza bruta de la pasión, la entrega total de su madre y el dominio físico de su padre habían creado una imagen poderosa que su conciencia de niña había sepultado hasta ahora. 


"Es el mismo departamento" se repitió, y una oleada de calor que nada tenía que ver con la calefacción del auto le subió por el cuello hasta las mejillas. 


Miró a su madre, que reía con su padre por algo que él había susurrado, y luego volvió a mirar a su padre, a sus manos grandes sobre el volante, a sus brazos fuertes. Una punzada de algo extraño y prohibido le atravesó el pecho. No era asco. No era vergüenza. Era… envidia. 


"Yo nunca tuve sexo de esa forma" pensó, y la verdad de esa frase le resonó en todo el cuerpo. Sus tímidos escarceos con chicos de su edad, torpes, rápidos, casi siempre en el asiento de un auto, no se parecían en nada a aquella explosión de pasión que había atestiguado. ¿Era eso el verdadero sexo? ¿Esa entrega total, ese fuego? 


"¿Lo seguirán haciendo como antes?" La pregunta se instaló en su mente, creciendo, alimentada por la curiosidad y el efecto desinhibidor del alcohol. La intriga se transformó en una necesidad casi física de saber, de comprobarlo con sus propios ojos, de revivir esa imagen ahora con la comprensión de una mujer. Tomó la decisión en un instante, con una determinación que la sorprendió. Esa misma noche. Tenía que averiguarlo. 


El auto estacionó frente al edificio. Bajaron, recogieron sus cosas y subieron en silencio al departamento, cada uno sumergido en sus propios pensamientos. El departamento era amplio, con olor a mar y a piso recién lavado. Las ventanas del living daban directamente a la playa, y el sonido de las olas era una banda sonora constante. 


—Voy a darme una ducha rápida para sacarme la arena —anunció Lucía, dirigiéndose hacia el baño. 


—Yo voy a preparar algo para comer —dijo Tomás, yendo hacia la cocina pequeña pero bien equipada. 


Martina se quedó parada en el medio del living, sintiendo la cerveza hacer efervescencia en su cabeza. El plan se formó con una claridad alarmante. Asintió para sí misma, se terminó la última lata y la arrojó al tacho de basura con un ruido metálico. 


—Yo también me voy a dar una ducha —dijo, pero en lugar de ir al segundo baño, entró en su habitación y cerró la puerta sin hacer ruido. 


No se duchó. Se sentó en el borde de la cama, esperando. Oyó el agua correr en el baño de sus padres, luego cesar. Oyó los pasos de su madre, luego los de su padre. Oyó la risa baja, íntima, que provenía de su habitación. El corazón le comenzó a latir con fuerza, acelerándose hasta dolerle en el pecho. Esperó un poco más, hasta que todo quedó en silencio, solo el mar afuera rompiendo contra la costa. 


Se quitó la remera verde y el bikini blanco, quedándose completamente desnuda. Su piel parecía brillar en la penumbra de la habitación. Con movimientos furtivos, abrió la puerta de su cuarto y salió al pasillo. La puerta del cuarto de sus padres no estaba completamente cerrada; un fino haz de luz se filtraba por la rendija. Se acercó como una sombra, conteniendo la respiración, y se colocó en el mismo lugar que años atrás, pegando el ojo a la abertura. 


La escena que se desarrollaba ante ella era una versión madura, pero no menos intensa, de la que recordaba. Tomás y Lucía estaban en la cama, iluminados por la tenue luz de una lámpara de mesita. Él estaba sobre ella, pero no como un mero acto mecánico. Era una ceremonia. Tomás, con una concentración feroz, adoraba el cuerpo de su mujer. Sus manos, grandes y un poco toscas, recorrían la piel de Lucía con una mezcla de posesión y devoción. Recorrían sus caderas, su cintura, se detenían en sus pechos maduros para acariciarlos, para tomar los pezones entre sus dedos y hacer arqueár a Lucía con un gemido ahogado. 


—Tomás —susurró Lucía, y en su voz no había urgencia, sino una entrega absoluta. 


Martina no podía apartar la vista. Veía la panza de su padre, esa panza que le parecía tan familiar y paternal, presionando contra el vientre de su madre. Veía la fuerza contenida en sus brazos al sostener su peso. Veía cómo Lucía enredaba las piernas alrededor de su cintura, atrayéndolo más profundamente hacia ella, en un movimiento que era a la vez un ruego y una afirmación. 


—Mi mujer —murmuró Tomás contra el cuello de Lucía, y su voz era áspera, cargada de un deseo que tenía décadas de antigüedad pero que parecía renovarse con cada latido. 


Era salvaje, sí, pero no era violento. Era puro, era real. Era la cruda verdad de dos cuerpos que se conocían, que se deseaban, que se amaban después de tantos años. Martina sintió una humedad entre sus propias piernas, una respuesta involuntaria y vergonzosa de su propio cuerpo al espectáculo. Se tocó el pecho, sintiendo el corazón galopar, y su propio pezón se endureció bajo sus dedos. "Dios mío" pensó, "así es". 


Tomás cambió de posición, rodando para quedar debajo y llevando a Lucía arriba de él. La vio cabalgar sobre su padre, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, su largo cabello castaño cayendo sobre su espalda. Sus caderas rotaban con una sensualidad innata, un conocimiento profundo del placer que podía dar y recibir. Tomás la miraba con adoración, sus manos agarrando sus nalgas, guiando el ritmo, profundo, constante. 


Martina se mordió el labio, sintiendo un vacío en su propio vientre, una necesidad que nunca antes había sentido. Ya no era envidia lo que sentía. Era anhelo. Era el deseo de ser partícipe de esa intimidad, de ser la causa de esa pasión en los ojos de un hombre. Y en la borrosa frontera que el alcohol había derribado, ese hombre, en su fantasía, tenía el rostro de su padre. La idea la horrorizó y la excitó al mismo tiempo. 


Lucía se inclinó hacia adelante, capturando los labios de Tomás en un beso profundo y húmedo. Los gemidos se mezclaban, se hacían más agudos, más urgentes. Martina podía oír el sonido de sus cuerpos uniéndose, un chasquido húmedo y primal que llenaba la habitación. El olor a sexo, a sudor, a piel caliente, llegó hasta sus narices, embriagándola más que cualquier cerveza. 


Tomás volvió a tomar el control, poniendo a Lucía de costado y entrelazando sus cuerpos en una posición que era a la vez íntima y profundamente posesiva. Sus susurros eran inaudibles, pero el lenguaje de sus cuerpos gritaba. Martina vio el cuerpo de su padre tensionarse, los músculos de su espalda contraerse como cuerdas, y vio a su madre agarrar las sábanas con fuerza, sus knuillos blancos, un gemido largo y tembloroso escapando de sus labios. 


Fue el final. Una serie de espasmos silenciosos y poderosos que los recorrieron a ambos, uniéndolos en un climax que parecía extrañamente silencioso y estruendoso al mismo tiempo. Se quedaron quietos, jadeando, entrelazados, sudorosos. 


Martina retrocedió de la puerta como si le hubiesen quemado. Su propio cuerpo estaba en llamas, temblando. Se metió en su habitación y se dejó caer sobre la cama, completamente desnuda, sintiendo el frío de las sábanas contra su piel caliente. El sonido de su respiración era lo único que oía, junto al mar, siempre el mar. La imagen de sus padres, fundidos, felices, exhaustos, no se iba de su cabeza. Y con ella, la semilla de un deseo nuevo, confuso y peligroso, había sido plantada. El mundo ya no era lo que era hace una hora. Y ella, Martina de dieciocho años, ya no era la misma.

 


Continuara... 

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