Herencia de Pasión - Parte 2

 


La imagen era un fuego devorador en su mente. Recostada sobre las sábanas frescas de su cama, Martina no podía, ni quería, desalojar de su cabeza la escena recién presenciada. La espalda morena y tensa de su padre, el rostro de su madre transfigurado por un éxtasis que parecía rayar en el dolor, los sonidos guturales, el olor a piel caliente y a sexo que, incluso a la distancia, había percibido. Su propio cuerpo, aún desnudo y vibrante por la cerveza y la excitación, respondía a ese recuerdo con una urgencia que nunca antes había sentido. Era como si una parte de ella, dormida hasta ahora, se hubiera despertado de un golpe, hambrienta y demandante. 


Casi sin darse cuenta, como si sus extremidades se movieran por una voluntad propia y ancestral, una de sus manos se deslizó hasta uno de sus pechos. Sus dedos, fríos contra la piel caliente, encontraron el pezón ya erecto, una pequeña piedra sensible que se endureció aún más bajo su contacto. Un suspiro tembloroso escapó de sus labios. La otra mano, más tímida al principio, comenzó un viaje descendente por la suave llanura de su vientre, pasando por el ombligo, hasta encontrar el vello rizado y húmedo que ya delataba su estado. Sus yemas de los dedos rozaron primero los labios vaginales, hinchados y sensibles, en un contacto tan leve que fue casi una tortura. Luego, con más decisión, encontró el clítoris, ese pequeño centro de todo placer, y lo rodeó con un movimiento circular, lento, deliberado. 


"Esto es lo que ella sentía" pensó, cerrando los ojos con fuerza. "Esta es la sensación que la hacía gemir así." 


No se estaba tocando con la urgencia torpe de sus experiencias anteriores. Esta vez era diferente. Era una exploración, una ceremonia privada basada en el nuevo conocimiento que había adquirido. Se masturbaba con la imagen de su padre, con la fuerza con la que se movía, pero en su fantasía, la persona debajo de él, la que recibía esa entrega salvaje, no era Lucía. Era ella. Se imaginaba sus propias piernas, más jóvenes y delgadas, enlazadas alrededor de la cintura de Tomás. Sentía, en su mente, el peso de su cuerpo, el roce de su panza contra su bajo vientre, la textura de su piel curtida contra la suya, tan suave. Cada movimiento de sus dedos sobre su clítoris era, en su fantasía, el embate rítmico y potente de su padre. 


Perdió por completo la noción del tiempo. El mundo exterior se redujo al sonido de las olas, a su propia respiración entrecortada y a los pequeños gemidos que, a pesar de ella, se escapaban de su garganta en jadeos breves y sofocados. Estaba sumergida en un mar de sensaciones nuevas, más intensas, más profundas que cualquier cosa que hubiera experimentado. Quería que esto durara, quería saborear cada instante de este placer culpable y prohibido que la inundaba. 


—Dame duro, como a mamá, papi —susurró en voz alta, sin siquiera ser consciente de que había articulado el pensamiento más íntimo y transgresor de su mente. 


Fue en ese preciso instante, con los ojos cerrados y el cuerpo arqueándose en la cama, cuando la puerta de su habitación se abrió con un suave chirrido. Martina, absorta en su universo de sensaciones, no lo oyó. Tampoco vio la silueta que se recortaba en el marco de la puerta, ni percibió la mirada que ahora se posaba sobre su cuerpo desnudo y convulso. 


Lucía se había acercado para llamarla a cenar. Lo que encontró fue un cuadro que, lejos de sorprenderla o horrorizarla, le provocó una sonrisa maternal y llena de una extraña complicidad. Vio a su hija, ya no una niña, sino una mujer en pleno florecimiento, explorando su cuerpo con una pasión que ella misma reconocía. No había vergüenza en la mirada de Lucía, sino una especie de orgullo sereno. 


"Se convirtió en toda una mujer mi hija" pensó, observando cómo las caderas de Martina se movían al compás de su mano. 


—Ya está la cena, hija —dijo Lucía, con una voz tranquila, tan normal como si la estuviera encontrando leyendo un libro. 


El efecto fue instantáneo y catastrófico para Martina. Sus ojos se abrieron de par en par, como platos, y un grito ahogado se atascó en su garganta. La realidad irrumpió con la fuerza de un rayo, destrozando la burbuja de placer en la que estaba inmersa. Vio a su madre de pie en la puerta, observándola, y un calor de vergüenza mil veces más intenso que el del deseo le quemó la piel. Se encogió instintivamente, cruzando los brazos sobre sus pechos y tratando de cubrirse el pubis con las manos, como si pudiera retroceder en el tiempo y deshacer los últimos minutos. 


—Mamá! Yo… yo no… Perdón, no sé… no quería… —balbuceó, sin poder formar una frase coherente. Las lágrimas de humillación asomaron en sus ojos avellana. ¿Por qué pedía perdón? No lo sabía, pero era la única palabra que su mente aterrada podía conjurar. 


Lucía no se inmutó. Su sonrisa se suavizó, volviéndose aún más comprensiva. Cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a la cama con una calma que resultaba desconcertante. 


—Shhh, tranquila, Martina. No tenés por qué pedir perdón —dijo, y su voz era un arrullo—. Es normal, mi amor. Es lo más normal del mundo. A tu edad, con el cuerpo lleno de hormonas y con las cervezas… es lógico que te den ganas de tocarte. A todas nos ha pasado. 


Martina la miró, incapaz de procesar lo que estaba escuchando. Esperaba un regaño, una mirada de decepción, quizás hasta un grito. Pero no esta calma, esta… aprobación. Su cuerpo seguía temblando, pero ahora no solo por la vergüenza, sino por la confusión. 


—Pero yo… —intentó explicar, sin encontrar las palabras. 


—No hay "peros" —cortó Lucía suavemente, sentándose al borde de la cama. Su mirada recorrió el cuerpo de su hija, no con lujuria, sino con una especie de reconocimiento profesional—. Lo importante es no reprimirse. El cuerpo pide lo que pide. 


Lucía hizo una pausa, y luego, con una naturalidad pasmosa, añadió: 


—Y antes de cenar, debes terminar. No es bueno quedarse con las ganas. Te va a hacer mal, te queda la energía a medio camino y después no disfrutas la comida. 


Martina parpadeó, sin comprender. "Terminar". ¿Se refería a…? No podía ser. Su mente se negaba a aceptar la implicación de esas palabras. 


—¿Q-qué? —logró articular, sintiendo cómo un nuevo tipo de calor, cargado de morbo y de un miedo excitante, comenzaba a reemplazar la vergüenza. 


Lucía, al notar su confusión, no lo explicó con palabras. En un movimiento fluido y decidido, se inclinó hacia adelante. Con una mano, apartó suavemente la mano de Martina que aún se aferraba a su pubis, como protegiéndose. Con la otra, tomó la de su hija que estaba sobre el pecho y la alejó, exponiendo completamente su cuerpo desnudo y tembloroso a la luz de la habitación. 


—Dejá, nena —murmuró—. Dejá que mamá te ayude. 


Y entonces, sucedió. Los dedos de Lucía, esos mismos dedos que Martina había visto enredarse en el cabello de Tomás minutos antes, encontraron su clítoris con una precisión experta. No fue un contacto torpe o exploratorio como el de ella. Fue un contacto que conocía el terreno, que sabía exactamente qué presión ejercer, en qué ángulo moverse, qué ritmo seguir. 


Martina emitió un gemido ahogado, esta vez de puro shock y de una placer inmediato y abrumador. Su primer instinto fue resistirse, empujar la mano de su madre, escapar. Pero su cuerpo, traicionero, respondió al estímulo con una ferocidad que la dejó sin aliento. La confusión, la vergüenza y el morbo se mezclaron en un cóctel explosivo que anuló toda racionalidad. El hecho de que fuera su madre, la misma mujer a la que había espiado y envidado, la que ahora le provocaba estas sensaciones, añadía una capa de transgresión que multiplicaba el placer por mil. 


—Relajate —susurró Lucía, observando el rostro de su hija, que se contorsionaba entre el asombro y el éxtasis—. Dejate ir. Es tu cuerpo, merece sentirlo todo. 


Sus dedos trabajaban con una habilidad consumada. Acariciaban, presionaban, rodeaban. Martina ya no podía pensar. Ya no había imágenes de su padre, ni recuerdos, ni fantasías. Solo había sensación pura, cruda, abrumadora. Era como si toda la electricidad estática de su cuerpo se estuviera concentrando en ese único punto, bajo los dedos de su madre, lista para explotar. Sus caderas comenzaron a moverse de nuevo, involuntariamente, siguiendo el ritmo que Lucía le marcaba. Sus gemidos ya no eran sofocados; eran abiertos, largos, guturales, muy parecidos a los que había oído provenir de la habitación de sus padres. 


—Así, mi vida —alentaba Lucía, con una voz ronca y maternal al mismo tiempo—. Así se hace. Venís bien. 


La ola se formó en lo más profundo de su vientre, creció con una velocidad aterradora y estalló con una fuerza que le arrancó un grito desgarrado. Fue el orgasmo más intenso, más prolongado y más catártico de su vida. Un terremoto que la sacudió por completo, haciendo que su cuerpo se arqueara violentamente y luego cayera, exhausto y bañado en sudor, sobre las sábanas. Jadeaba, sin aire, viendo estrellas detrás de sus párpados cerrados. 


Cuando por fin abrió los ojos, vio a su madre observándola con esa misma sonrisa serena. Lucía se llevó lentamente los dedos, aún húmedos, a la boca y se los chupó con un gesto contemplativo, como si estuviera saboreando una fruta dulce. 


—Muy bien —dijo, con una tranquilidad única—. Ahora sí. Te esperamos para cenar. No tardes mucho. 


Se levantó de la cama, arreglándose la remera como si acabara de arreglar unas flores en un jarrón, y salió de la habitación, cerrando la puerta sin hacer ruido. 


Martina se quedó allí, desnuda, con el corazón aún martilleándole en el pecho, el olor a su propio sexo flotando en el aire mezclado con el perfume leve de su madre. La confusión era ahora un océano dentro de ella. ¿Qué acababa de pasar? ¿Era real? La sensación física había sido innegablemente poderosa, la más increíble que había experimentado, pero la mente trataba de buscar una explicación, una racionalización, y no la encontraba. 


Sin embargo, en medio de ese caos mental, una certeza comenzaba a abrirse paso, fría y clara. Esto no era el final. No era un accidente extraño que nunca volvería a mencionarse. Lo que había sucedido esa noche, la cerveza, la mirada furtiva, la masturbación, la intrusión de su madre y su "ayuda", todo eso… era solo el comienzo. No sabía de qué, no podía imaginarlo siquiera, pero una intuición profunda, animal, le decía que su mundo, su familia, su propio cuerpo, habían cruzado un umbral del que ya no había vuelta atrás. Y, para su propio asombro, una parte de ella, la misma que había susurrado el nombre de su padre, sentía una chispa de anticipación en medio del desconcierto.

 


Continuara... 

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