El agua tibia cayó sobre su cuerpo como un manto purificador, o al menos eso anhelaba Martina. Bajo el chorro, con los ojos cerrados, intentó borrar la sensación de los dedos de su madre, el sonido de su propia voz gimiendo esas palabras prohibidas, la imagen de Lucía chupándose los dedos con esa tranquilidad aterradora. Se enjabonó con fuerza, frotando la piel hasta enrojecerla, como si pudiera lavar no solo el sudor y la excitación, sino también la memoria misma. Mientras lo hacía, su mirada recorría su propio cuerpo reflejado en el vidrio empañado de la ducha. Era una figura de contrastes que siempre le había llamado la atención: una delgadez casi adolescente, con brazos finos, hombros huesudos y caderas estrechas, que sin embargo sostenían una curva inesperada y voluptuosa. Sus pechos, grandes y firmes, se elevaban redondos y pesados, con pezones rosados y erectos por el contraste de temperaturas. El agua resbalaba por ellos, delineando su generosa redondez antes de continuar su camino por la concavidad de su vientre y el triángulo rubio y húmedo de su pubis. "Este cuerpo les gusta" pensó, y un estremecimiento que no tuvo que ver con el agua la recorrió. "A los dos." La idea era tan monstruosa y, al mismo tiempo, tan excitante, que tuvo que apoyar las manos en la pared para sostenerse. La normalidad. Eso era lo que necesitaba. Actuar como si nada hubiera pasado. Como si su mundo no se hubiera quebrado en mil pedazos hacía apenas media hora.
Al salir de la ducha, se secó con brusquedad y se paró frente al armario con una determinación nerviosa. Su ropa de dormir habitual, unos shorts y una remera holgada, le parecieron de repente infantiles, una negación de la mujer en la que se había convertido a golpes esa noche. No. Esta cena no sería como las otras. Con una mezcla de temor y un desafío que no se explicaba, eligió un camisón corto de verano, de un color lila muy pálido. No era transparente, pero la tela de algodón fino era delicada y se adhería a sus curvas de una manera que sugería más de lo que mostraba. La espalda era casi completamente abierta, cruzada solo por dos delgadas tiras, y el escote, aunque no exagerado, caía sobre su pecho de tal forma que el movimiento más leve podía revelar la sombra del valle entre sus senos. Se dejó el cabello húmedo, ondulado y suelto sobre los hombros, y ni siquiera se puso ropa interior, un acto de rebeldía íntima que la hizo sentir vulnerable y poderosa al mismo tiempo.
Al salir de su habitación y dirigirse a la cocina-comedor, el aroma a pizza recién horneada llenaba el departamento. Pero el hambre que sintió no era por la comida. El corazón le latía con tanta fuerza que casi le dolía en el pecho. Al cruzar la puerta, sus ojos se encontraron primero con los de su madre. Lucía estaba sentada a la mesa, con un vestido casual, sonriéndole con una normalidad exasperante. Luego, su mirada se desvió hacia Tomás, quien, de pie junto a la mesada, abría otra cerveza. Llevaba un short de playa y una remera holgada que no lograba ocultar por completo el suave bulto de su panza.
—Ahí está la princesa —dijo Tomás con una sonrisa amplia y desprevenida.
Martina sintió que toda la sangre de su cuerpo se concentraba en su rostro, que ardía con una intensidad vergonzosa. Una oleada de calor tan potente la inundó que por un segundo creyó que se desmayaría. Se le había puesto la cara colorada como un tomate, y era imposible disimularlo.
—Hola —logró articular con una voz que sonó estrangulada.
Lucía y Tomás intercambiaron una mirada fugaz, una comunicación silenciosa de años que Martina no pudo descifrar. Pero no dijeron nada. No hicieron ningún comentario sobre su evidente turbación, ni sobre su atuendo, que ahora le parecía una elección ridículamente obvia.
—Vení, sentate, que la pizza se enfría —indicó Lucía, señalando la silla vacía entre ellos dos.
Martina se movió como un autómata, sintiendo la tela suave del camisón rozar sus pezones, hiperconsciente de cada centímetro de su piel desnuda bajo la tela. Se sentó, y el camisón se levantó levemente, exponiendo sus muslos. Cruzó las piernas con nerviosismo.
—Parece que el baño te cayó bien —comentó Tomás, sirviéndose una porción de pizza—. Te relajó, ¿no?
—Sí… sí, un montón —mintió Martina, tomando su vaso de agua con la mano temblorosa. "Relajó" era la última palabra que describía su estado interno.
—Qué lindo camisón, hija —agregó Lucía, con un tono que podía ser perfectamente maternal o perfectamente burlón.
—G-gracias —balbuceó Martina, clavando la mirada en su plato. "No puedo hacer esto" pensó, desesperada. "No puedo sentarme aquí y actuar como si no hubiera… como si ella no hubiera…"
La cena comenzó entonces, avanzando con una conversación forzada sobre los planes para el día siguiente, si irían a la playa de acá o de allá, si harían un asado. Martina respondía con monosílabos, "sí", "no", "puede ser", incapaz de hilar una frase coherente. Cada vez que su padre se reía, ella recordaba el sonido de su respiración jadeante en la habitación. Cada vez que su madre le ofrecía más pizza, veía sus dedos acariciándola. Era una tortura exquisita y agotadora.
Fue en un momento de relativo silencio, cuando solo se escuchaba el ruido de los dientes mordiendo la masa y el lejano rumor del mar, que Lucía dejó su vaso sobre la mesa y, mirando fijamente a Martina, lanzó la bomba con la naturalidad con la que se podría preguntar por la sal.
—Che, Martina, cuéntanos… ¿cuál es tu hombre ideal?
Martina se atragantó con un pedazo de muzarella. Tosió, los ojos llenos de lágrimas, mientras su padre le daba unas palmadas en la espalda.
—¿Qué? —logró decir, cuando recuperó el aliento.
—Tu hombre ideal —repitió Lucía, sin pestañear—. Ya tenés dieciocho, habrás salido con algún chico… ¿qué te gusta? ¿Cómo te imaginás al hombre de tus sueños?
—Yo… no sé, mamá —respondió Martina, sintiendo que el fuego volvía a su rostro—. No lo he pensado mucho.
—Andá, contanos —insistió Lucía, con una sonrisa que ahora parecía tener un dejo de picardía—. ¿Te gustan altos, bajos? ¿Fuertes? ¿Más flaquitos?
Bajo la presión de esas dos miradas, la de su madre inquisitiva y la de su padre curiosamente atento, Martina se sintió acorralada. Su mente era un blanco vacío, excepto por una imagen que se imponía con fuerza avasalladora: la de Tomás, su padre, con la espalda tensa y sudorosa, moviéndose con esa potencia animal. La palabra "papi" le resonó en el cráneo como un tambor.
—Bueno, yo… —empezó, tragando saliva—. No sé… me gusta que sean… que tengan… —Balbuceaba, buscando desesperadamente palabras que no describieran al hombre sentado frente a ella—. Que sean… como… fuertes, pero no tanto de gimnasio… más… más natural.
—¿Cómo quién? —preguntó Lucía, inclinándose ligeramente hacia adelante.
—No sé… —murmuró Martina, sintiendo que la trampa se cerraba—. Gente que… que trabaje, que se note que… que tiene experiencia.
—¿Experiencia? —repitió Tomás, y por primera vez su voz sonó diferente, más grave.
—Sí —dijo Martina, ya sin poder contenerlo, sus ojos se elevaron y se clavaron en los de su padre—. Gente que sepa lo que hace… que sea… moreno, tal vez… y que… que aunque no sea flaco, que tenga… carácter. Que se note que es un hombre de verdad.
Las palabras habían salido torpemente, entrecortadas, pero el retrato era inconfundible. Un moreno flaco con panza y carácter. Había descrito a Tomás con una precisión dolorosa.
Un silencio pesado, cargado de electricidad, llenó la habitación. Lucía no parecía sorprendida. Al contrario, una sonrisa lenta, amplia y llena de una complicidad profunda se dibujó en sus labios. Miró a su hija, luego a su marido, y luego de vuelta a Martina.
—Qué casualidad —dijo Lucía, su voz era una caricia sedosa y peligrosa—. Tenemos los mismos gustos, amor.
La declaración flotó en el aire, suspendida sobre la mesa como un gas inflamable. Martina contuvo la respiración. ¿Qué quería decir con eso? ¿Era una confirmación? ¿Una invitación?
Fue entonces cuando Tomás, que había permanecido en silencio escuchando el intercambio con una expresión impasible, se movió. No dijo una palabra. Con un movimiento calmado pero decisivo, se puso de pie. Su mirada no se despegaba de Martina. Había algo nuevo en sus ojos, una intensidad que ella solo había visto en el recuerdo de su infancia y en su fantasía de hacía poco. Una chispa de ese fuego salvaje que tanto la había perturbado y excitado.
Con los ojos fijos en los de su hija, sus manos se dirigieron al elástico de su short. Sin prisas, sin dramatismo, como si fuera el acto más natural del mundo, se bajó el short y la ropa interior de un solo movimiento, hasta las rodillas.
—Esto —dijo Tomás, y su voz era áspera, terrenal, sin rastro de la jovialidad paterna de hacía unos minutos— es lo que le gusta a tu madre.
Allí, en medio de la luz cálida del comedor, rodeado por el olor a pizza y a familia, se balanceaba el miembro de Tomás. Grande, grueso, aún en estado de reposo pero imponente en su potencia latente. No era el pene estilizado de las revistas, era un pene de hombre maduro, viril, con una vena que recorría su longitud y un glande oscuro y prominente. Martina, hechizada, fue completamente incapaz de desviar la mirada. Sus ojos avellana se abrieron desmesuradamente, capturando cada detalle, la textura de la piel, la forma, el peso. Era la materialización física de todo su deseo confuso y prohibido, el centro de la fantasía que la había llevado al orgasmo más intenso de su vida. Y ahora estaba allí, desnudo y expuesto, a apenas un metro de distancia de ella. El mundo se detuvo. La normalidad se hizo añicos para siempre.
El mundo se había reducido a un punto fijo, a un eje alrededor del cual giraban todas sus certezas y todas sus transgresiones. Martina no podía moverse, no podía respirar. Su mirada estaba clavada, hipnotizada, en el miembro de su padre, que colgaba, pesado y prometedor, a la altura de sus ojos. Era la materialización de un deseo que hasta hacía unas horas ni siquiera sabía que existía, y ahora se presentaba ante ella con una crudeza abrumadora. La vergüenza y la excitación libraban una batalla feroz en su pecho, pero la excitación, alimentada por la cerveza, el morbo y la extraña complicidad de su madre, estaba ganando por goleada.
Lucía, observando la reacción paralizada de su hija, no pareció sorprendida. Al contrario, una sonrisa serena y posesiva se dibujó en sus labios. Se puso de pie con la elegancia de una pantera y, con un movimiento fluido, tomó la mano de Martina. La mano de la joven estaba fría y temblorosa.
—Su sabor es único —susurró Lucía, y su voz no era una invitación, sino una afirmación, una verdad absoluta que se transmitía de madre a hija.
Martina no opuso resistencia. Guiada por la mano firme de Lucía, se deslizó de la silla y se arrodilló en el piso frío de baldosas, justo frente a la desnudez imponente de Tomás. Estaba en un trance, un estado de sumisión hipnótica donde las voces de la razón se habían apagado por completo. Solo existía el presente, el olor a sal y a sexo que empezaba a llenar el aire, y la visión de esa carne viril.
Lucía, sin soltarle la mano a Martina, se arrodilló a su lado. Fue ella quien inició el ritual. Con una devoción que hablaba de años de práctica, inclinó la cabeza y pasó su lengua en un movimiento largo y lento a lo largo de la parte inferior del miembro de Tomás, desde los testículos hasta la punta. Un gruñido profundo escapó del pecho de Tomás.
—Ahora vos —ordenó Lucía suavemente, guiando la cabeza de Martina con su mano.
Martina, con los ojos vidriosos, imitó el movimiento. Su lengua, tímida al principio, tocó la piel. Era más suave de lo que imaginaba, y caliente. Un sabor salado y ligeramente amargo, un sabor a hombre, a Tomás, llenó su boca. Y entonces, algo primitivo, algo que había dormido en lo más profundo de su ser, despertó con un rugido. Ya no era la hija tímida y confundida. Era una mujer descubriendo una fuente de placer prohibida. Abrió la boca, más de lo que creía posible, y se llevó el glande a la boca, intentando tragarse la longitud. A pesar de estar en estado plácido, era enorme. Llenaba toda su boca, golpeando el paladar, y por más que lo intentó, no pudo acomodarlo por completo en su garganta. La sensación de ahogo, mezclada con el placer de estar haciendo algo tan terrible y tan bueno, la enloquecía.
Lucía observaba la escena con orgullo y una chispa de celosía posesiva.
—Dejá algo para tu madre, glotona —dijo con una risa baja, y sin esperar, se inclinó y se llevó los testículos a la boca, chupándolos con una devoción que hizo gemir a Tomás.
Fue el comienzo de un baile sincronizado y perverso. Madre e hija, arrodilladas a los pies del patriarca, compartiendo su falo como si fuera una reliquia. Martina chupaba la punta con una entrega cada vez más fervorosa, aprendiendo los movimientos que hacían que su padre gruñera con más fuerza. Lucía se ocupaba de la base y de los testículos, lamiendo y succionando con una expertise que Martina solo podía aspirar a imitar. En un momento, sus miradas se encontraron. No había vergüenza en los ojos de Lucía, solo una complicidad profunda, un "bienvenida al clan" que era a la vez aterrador y excitante. Martina, por su parte, sentía que se desdibujaban todos los límites. Esa era su madre, la mujer que la había criado, y ahora compartían la misma carne en la boca, unidas por su servicio a Tomás.
Él, mientras tanto, no era un mero espectador pasivo. Con las dos manos, agarró con fuerza del cabello, primero de Lucía, luego de Martina, guiando sus cabezas, marcando el ritmo de sus movimientos. No era una caricia, era una posesión, una demostración de dominio.
—Así, putitas —murmuró Tomás, y su voz era áspera, cargada de lujuria y desprecio—. Así me gusta. Las dos en cuatro patas, mamando como las perras que son.
Martina sintió una punzada de humillación al oír la palabra, pero fue inmediatamente ahogada por una nueva ola de excitación. Era como si el insulto la liberara, la confirmara en su nuevo rol.
—Mirá a tu hija, Tomás —dijo Lucía, jadeando, sin soltar su presa—. Qué naturalmente lo hace. Ya nació para esto.
—La fruta no cae lejos del árbol —rugió Tomás, empujando la cabeza de Martina con un poco más de fuerza—. Tragá más, nena. Aprendé de tu vieja. Ella sí sabe cómo llenarse la boca.
—Sí, papi —logró gemir Martina entre ahogos, y el sonido de esa palabra, usada en ese contexto, la electrizó.
No necesitaba tocarse. El morbo de la situación, la vista de su madre chupando con avidez el mismo miembro, la sensación de sumisión total, los gruñidos de su padre y sus palabras humillantes, fueron suficientes. Una convulsión violenta la recorrió de la cabeza a los pies. Un orgasmo seco, intensísimo, que no requirió ningún contacto en su sexo, estalló en su interior, haciéndola gemir contra la carne de su padre y arquear la espalda. Lucía, al sentir el espasmo de su hija, sonrió contra la piel de Tomás.
—Mirá, se vino solo con chuparte —dijo, con un dejo de orgullo perverso.
Eso pareció ser la gota que colmó el vaso para Tomás. Con un rugido que era casi un animal, sus caderas se tensaron.
—¡Abran la cara, putas! —ordenó, y tiró de sus cabellos para alejar sus bocas.
Un instante después, un chorro blanco y espeso salió disparado, pintando primero la mejilla de Lucía, luego la de Martina, y finalmente, en una última arcada, sus labios y mentones. El líquido, caliente y con un ocho fuerte y salvaje, les manchó la piel. Las dos mujeres quedaron arrodilladas, jadeando, con el rostro marcado por la prueba física del climax de Tomás, mirándose la una a la otra con una mezcla de agotamiento, vergüenza y una excitación residual que aún humeaba.
La habitación quedó en silencio, solo roto por la respiración agitada de los tres. El olor a sexo era ahora denso y dominante. Tomás, con una calma sobrehumana, se subió el short, sin limpiarse. Miró a su hija, cuyos ojos avellana, ahora enormes y con pestañas pegadas por las lágrimas secas de la excitación, reflejaban un torbellino de emociones.
Con la voz aún ronca, pero con una autoridad que no admitía discusión, Tomás le dijo:
—Andá a mi cuarto, Martina. Que esto no terminó.
La orden flotó en el aire, cargada de una promesa y una amenaza que heló la sangre de la joven, incluso mientras una parte de ella, la parte recién descubierta y hambrienta, se estremecía de anticipación.
Continuara...

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